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Ciencia ficción escrita entre el río Bravo y el Suchiate, de 1642 a 1947

Page history last edited by Juan Pablo 1 year, 10 months ago

Introducción

 

La selección de textos que presentamos a continuación incluye textos escritos entre el río Bravo y el río Suchiate, entre 1692 y 1947. Los textos pertenecen al género de la ciencia ficción, prefiguran su surgimiento o problematizan de manera interesante su definición más convencional. Entendemos a la ciencia ficción como un «género especulativo que relata acontecimientos posibles desarrollados en un marco imaginario, cuya verosimilitud se construye a partir de las ciencias físicas, naturales y sociales».1 No deja de llamar nuestra atención lo difícil que es encontrar textos escritos por mujeres en el periodo que comprende esta selección y que concluye con la llegada de la Segunda Guerra Mundial. Esta selección de textos, sin embargo, permanece abierta y en busca de esas voces femeninas que los archivos no han registrado. Al mismo tiempo comienza su recorrido con un texto de Sor Juana Inés de la Cruz, haciendo eco de la re-lectura feminista con la que puede abordarse la tradición literaria de la ciencia ficción y en específico los textos que aquí presentamos. Nuestra selección además quiere invitar al lector a que se acerque a la versión completa de las piezas que presentamos, las cuales se pueden descargar en nuestro sitio: aparatocifi.press. El riesgo de seleccionar ciertos fragmentos, y dejar fuera algunos otros, busca generar procesos de apropiación literaria que lean, escuchen y jueguen con los fragmentos que presentamos en esta antología.

 

Nuestra selección quiere ser interesante en términos narrativos. Los cortes se han realizado in media res. Es decir, se ha buscado que los fragmentos que se presentan inmiscuyan al lector en momentos específicos en que se describe el funcionamiento de una máquina, se llega al momento culmen de un viaje o se viven procesos sociales como la eugenesia, el triunfo del fascismo o la revolución política de los animales. No pretendemos ocultarlo: nuestra selección es arbitraria, simplemente busca compartir una lectura e invitar a que muchas más se desprendan de la nuestra. Ahora bien, nuestro punto de partida fue el trabajo que otros han hecho para volver visibles los textos que presentamos. Para armar esta selección fueron claves: la página «Ciencia Ficción Mexicana» (cfm.mx), la cronología de textos titulada La ciencia ficción en México (hasta el año 2002) de Gonzálo Martré y la antología El futuro en llamas de Gabriel Trujillo Muñoz. Al ser este un compendio de autoras y autores que escribieron en los siglos que nos preceden, nuestra selección también es una invitación a escuchar y a re-escribir las palabras de estas voces del pasado para dialogar con ellas y re-inventar nuestro presente. Con este fin, los fragmentos que aquí compartimos comienzan con una introducción que busca darle al lector una sinopsis de lo que acontece en la versión integra del texto, así como algunos datos que puedan enriquecer su lectura.

 

Siguiendo a Ursula K. Le Guin, consideramos importante poner en entredicho la dicotomía entre una supuesta ciencia ficción dura, en la que la racionalidad de los argumentos científicos es central para la construcción de la trama, y una ciencia ficción blanda más cercana al género fantástico. Sin duda nos interesan las explicaciones científicas y técnicas que articulan la diversidad de relatos que presentamos a continuación. Pero también queremos observar las huidas a lo fantástico como síntomas del shock que la tecnología produce en los usuarios que ven transformadas sus vidas con la llegada de distintos aparatos. Finalmente, lo que más nos interesa, siguiendo a Le Guin, es observar cómo los relatos que presentamos especularon acerca de las posibilidades y los efectos que tendría la ciencia y la tecnología, en la vida de los seres humanos que vivirían entre el río Bravo y el Suchiate, y los procesos sociales que pondrían en marcha.

 

Hemos preferido no usar el término «ciencia ficción mexicana», primero, porque algunos de los textos en esta antología fueron escritos cuando eso que llamamos México no existía. Pero también hemos querido señalar los dos ríos entre los cuales se escribieron estos textos, para subrayar —en estas épocas de cambio climático— que es un entorno vivo el que permitió que surgieran estas distintas formas de escritura.

 

Juan Pablo Anaya y Mayra Roffe

 

Primero sueño (1692) de Sor Juana Inés de la Cruz

 

El Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) refiere un viaje, emprendido a la llegada de la noche, en el que el alma abandona el cuerpo. Este último se encuentra dormido, es insensible a los estímulos de su entorno pero se encuentra estimulado por la digestión. Lo anterior da pie a un sueño en el que el alma se eleva para ver el todo y busca ir más allá de lo concreto. En el texto, esta ambición es comparada con la trágica empresa de Faetón, quien al convencer a su padre Helios que lo deje conducir su carroza, el Sol, acaba calcinado. Cuando el estímulo que producen los vapores del estómago termina, el cuerpo despierta. Llega el día, triunfa sobre la noche y el poema concluye.

 

Comenzamos nuestra selección con el Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz por dos razones. La primera tiene que ver con un juicio que se suele hacer al respecto de la ciencia ficción escrita entre el río Bravo y el río Suchiate. Se dice que la ciencia ficción en esta parte del mundo tiende a confundirse o incluso es parte del género fantástico. Como comenta la académica Lilia Granillo Vázquez, un señalamiento de este tipo, en principio, lo que busca subrayar es que la literatura escrita en estos lugares se caracteriza por un «escaso, cuando no nulo, conocimiento científico-tecnológico». Supuestamente, para subsanar esta falta se busca el refugio en la «fantasía» (Granillo: 12). El Primero sueño de Sor Juan es precisamente un testimonio de lo contrario. Como lo señala Antonio Alatorre, en su «Invitación a la lectura del Sueño de Sor Juana», en las imágenes poéticas del texto hay varias de carácter científico. Por ejemplo, la caracterización de la noche, al inicio del poema, mediante la imagen «Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra, al cielo encaminaba» (157) es en parte una descripción científica de «la sombra» en forma de pirámide «que la Tierra proyecta» durante la noche. La sombra «nace» de la Tierra misma «hacia» lo que para el espectador son los cielos «cuando el Sol» ilumina la cara opuesta del planeta (Alatorre: 126). En este sentido, seguimos a la escritura Gabriela Damián cuando afirma que en el poema de Sor Juana se encuentra «la semilla» de un cierto tipo de ejercicio de la «imaginación» pero creemos que esta no solo es fantástica, sino también científica y que hace posible la escritura por venir, como trataremos de dar cuenta en nuestra selección de textos.

 

La segunda razón por la que incluimos el Primero sueño como punto de partida es por la manera en que retrata al cuerpo como una máquina cuyas fantasías no están separadas del deseo de conocimiento. El texto concibe al cuerpo humano como una máquina barroca y describe cómo opera, al momento de dormir, cuando la imaginación y la fantasía quedan libres y son estimuladas al punto en que engendran una forma de delirio. En Sor Juana este delirio no está separado del deseo de conocimiento. Es cierto que Sor Juana no imagina una máquina del futuro y en ese sentido es polémico situarla como una escritora de ciencia ficción. Sin embargo, mediante la ciencia de su época, el Primero sueño sí nos deja ver los mecanismos que hacen posible el ejercicio de la imaginación en distintos relatos por venir. Por ello es que coincidimos con aquellos textos (Damián, 2018; Lepori, 2011) que ven en este texto un ejercicio de «proto ciencia ficción».

 

El fragmento que presentamos a continuación pone en escena precisamente los mecanismos que en el cuerpo hacen posible el ejercicio de una forma de imaginación fantástica. En el mundo barroco de Sor Juan hay tres facultades interiores. La estimativa es aquella que recibe los mensajes de los sentidos. Esta los transmite a la imaginativa, facultad que los ordena y se los manda a la memoria. Como lo explica Antonio Alatorre, según el poema, cuando estamos dormidos no reciben las facultades interiores «ninguna información de los (sentidos) exteriores, que están inactivos». El «vapor sutilísimo» que va de la digestión en el estómago al cerebro «impulsa sin estorbos a la imaginativa para ir más allá de las experiencias reales y concretas, o sea para fantasear». Dormidos, «a solas con nosotros mismos, la fantasía queda liberada de compromisos y se pone a inventar, a crear imágenes» (Alatorre: 131). Como esperamos mostrar en esta antología creemos encontrar ecos de los mecanismos para la fantasía de este cuerpo máquina en textos posteriores.

 

Fragmento

[…]

así pues, de profundo

sueño dulce los miembros ocupados,

quedaron los sentidos

del que ejercicio tienen ordinario

(trabajo en fin, pero trabajo amado,

si hay amable trabajo),

si privados no, al menos suspendidos,

y cediendo al retrato del contrario

de la vida, que, lentamente armado,

cobarde embiste y vence perezoso

con armas soñolientas,

desde el cayado humilde al cetro altivo

sin que haya distintivo

que el sayal de la púrpura discierna,

pues su nivel, en todo poderoso,

gradúa por exentas

a ningunas personas,

desde la de a quien tres forman coronas

soberana tiara

hasta la que pajiza vive choza;

desde la que el Danubio undoso dora,

a la que junco humilde, humilde mora;

y con siempre igual vara

(como, en efecto, imagen poderosa

de la muerte) Morfeo

el sayal mide igual con el brocado.

El alma, pues, suspensa

del exterior gobierno —en que, ocupada

en material empleo,

o bien o mal da el día por gastado—,

solamente dispensa

remota, si del todo separada

no, a los de muerte temporal opresos,

lánguidos miembros, sosegados huesos,

los gajes del calor vegetativo,

el cuerpo siendo, en sosegada calma,

un cadáver con alma,

muerto a la vida y a la muerte vivo,

de lo segundo dando tardas señas

el de reloj humano

vital volante que, sino con mano,

con arterial concierto, unas pequeñas

muestras, pulsando, manifiesta lento

de su bien regulado movimiento.

Este, pues, miembro rey y centro vivo

de espíritus vitales,

con su asociado respirante fuelle

—pulmón, que imán del viento es atractivo,

que en movimientos nunca desiguales,

o comprimiendo ya, o ya dilatando

el musculoso, claro, arcaduz blando,

hace que en él resuelle

el que le circunscribe fresco ambiente

que impele ya caliente,

y él venga su expulsión haciendo, activo,

pequeños robos al calor nativo,

algún tiempo llorados,

nunca recuperados,

si ahora no sentidos de su dueño,

(que, repetido, no hay robo pequeño)—;

estos, pues, de mayor, como ya digo,

excepción, uno y otro fiel testigo,

la vida aseguraban,

mientras con mudas voces impugnaban

la información, callados, los sentidos,

con no replicar solo defendidos;

y la lengua que, torpe, enmudecía,

con no poder hablar los desmentía.

Y aquella del calor más competente

científica oficina,

próvida de los miembros despensera,

que avara nunca y siempre diligente,

ni a la parte prefiere más vecina

ni olvida a la remota,

y en ajustado natural cuadrante,

las cuantidades nota

que a cada cual tocarle considera,

del que alambicó quilo el incesante

calor, en el manjar que, medianero

piadoso, entre él y el húmedo interpuso

su inocente sustancia,

pagando por entero

la que, ya piedad sea, o ya arrogancia,

al contrario voraz, necio, la expuso

(merecido castigo, aunque se excuse,

al que en pendencia ajena se introduce);

esta, pues, si no fragua de Vulcano,

templada hoguera del calor humano,

al cerebro enviaba

húmedos, mas tan claros, los vapores

de los atemperados cuatro humores,

que con ellos no solo empañaba

los simulacros que la estimativa

dio a la imaginativa

y aquesta, por custodia más segura,

en forma ya más pura

entregó a la memoria (que, oficiosa,

grabó tenaz y guarda cuidadosa),

sino que daban a la fantasía

lugar de que formase

imágenes diversas.

Y del modo

que en tersa superficie, que de Faro

cristalino portento, asilo raro

fue, en distancia longísima se vían,

sin que esta le estorbase,

del reino casi de Neptuno todo,

las que distantes le surcaban naves,

viéndose claramente,

en su azogada luna

el número, el tamaño y la fortuna

que en la instable campaña transparente

arresgadas tenían,

mientras aguas y vientos dividían

sus velas leves y sus quillas graves:

así ella, sosegada, iba copiando

las imágenes todas de las cosas,

y el pincel invisible iba formando

de mentales, sin luz, siempre vistosas

colores, las figuras

no solo ya de todas las criaturas

sublunares, mas aun también de aquellas

que intelectuales claras son estrellas,

y en el modo posible

que concebirse puede lo invisible,

en sí, mañosa, las representaba

y al alma las mostraba.

 

Sizigias y cuadraturas lunares (1775) de Manuel Antonio de Rivas

 

En lo que hoy es Mérida, Yucatán, en 1775, el fraile franciscano, Manuel Antonio de Rivas (fecha de nacimiento y muerte desconocidos), escribió un texto satírico que narra la llegada a la Luna de Onésimo Dutalón, un científico francés, abordo de un «carro volante». El texto nunca fue publicado. A Rivas lo denunciaron otros franciscanos ante la Inquisición, entre otras razones, precisamente por escribir Sizigias y cuadraturas lunares (el título abreviado del texto) el cual incluía «algunos temas urticantes para la iglesia» (Depetris: 11). Rivas fue absuelto, pero su texto nunca vio la luz. En 1958, casi dos siglos después, Pablo González Casanova lo encontró en los legajos del Santo oficio en el Archivo General de la Nación. En el capítulo «Fantasía y realidad» de su libro La literatura perseguida en la crisis de la Colonia se encuentra una de las primeras referencias a este texto. Al día de hoy Sizigias y cuadraturas lunares es considerado «el primer cuento fantástico escrito en hispanoamérica» (Depetris: 16).

 

El título completo del manuscrito es Sizigias y cuadraturas lunares ajustadas al meridiano de Mérida de Yucatán por un antíctona o habitador de la luna y dirigidas al bachiller Don Ambrosio de Echeverría, entonador que ha sido de kyries funerales en la Parroquia del Jeśus de dicha ciudad y al presente profesor de logarítmica en el pueblo de Mama de la península de Yucatán, para el año del señor 1775. Como sucede en los textos la época, el título incluye además otros elementos como son el lugar, el año de publicación y los supuestos destinatarios del mismo. Sin embargo, estos datos están inscritos dentro del propio registro satírico del texto. Sizigias y cuadraturas lunares es, en principio, una carta escrita por algunos habitantes de la luna, aquellos que conforman el Ateneo lunar, en respuesta a una primera misiva recibida de la tierra. La carta recibida de la Tierra fue supuestamente escrita por alguien que se hace llamar «el atisbador» u observador «de los movimientos lunares». En ella expone sus observaciones respecto a los distintos momentos en que se habían alineado el Sol, la Tierra y la Luna —las llamadas sizigias—; así como las fechas en que, debido a su posición, la Luna, la Tierra y el Sol habían trazado un ángulo recto —cada cuerpo celeste sería un punto; la línea que se formaría al unir estos puntos nos daría una L, en las cuadraturas orientales, y una L invertida en las cuadraturas occidentales—. Rivas no solo se inscribe dentro de una tradición que, tras el giro copernicano y la llegada del heliocentrismo, especula sobre la existencia de habitantes en otros planetas (como es el caso de Copérnico, Cyrano de Bergerac y Voltaire, entre otros), sino que abre también la posibilidad de fabular una perspectiva no humana para ejercer la sátira y mira a la Tierra desde otros mundos.

 

En Sizigias, la relevancia de las observaciones recibidas en la carta hace que los selenitas quieran retribuir el gesto y convoquen a un congreso con los «mejores computistas» en la luna «versados en la historia del globo terráqueo» (Rivas: 38). Por ello se congrega al Ateneo lunar, y su presidente pide a su secretario, de nombre Remeltoin, escriba una relatoría del encuentro para mandarla a la Tierra. Lo primero que se destaca en la epístola del congreso dirigida a la Tierra, fechada en el 1775 de la cronología cristiana, es la diversidad de registros calendáricos puestos en juego. La carta recibida de la Tierra, por ejemplo, esta fechada, mediante el calendario de la antigua Mesopotamia, en el «5 del mes epifi del año de Nabonasar 2510» (Rivas: 37). A su vez, las observaciones astronómicas recibidas y algunos otros datos discutidos en Sizigias también están fechados mediante otros calendarios distintos al cristiano, como el del Islam, el judío o el chino. Rivas muestra su conocimiento de todas estas cronologías y afina su sátira cuando señala que el año cero de los selenitas, similar al año cero de los cristianos, se estableció cuando Faetón, el hijo de Helios, convenció a su padre que lo dejara manejar su carro, el Sol, y trastornó la vida en la Tierra y quemó la Luna —calcinándose él mismo con ella—.

 

Durante el congreso del Ateneo lunar tienen lugar dos incidentes que son claves para el relato. En su camino al Sol, unos demonios se detienen en la luna y charlan con los miembros del Ateneo. Los demonios llevan al Sol a un materialista —muy probablemente el propio Rivas— pues al parecer Satanás no lo aceptó en el infierno terrestre. Entonces comienza una discusión sobre el lugar en que se ubica el averno, si en el subsuelo terrícola o en el Sol. Este debate será uno de los argumentos que los compañeros de Rivas presentarán ante el Santo Oficio para iniciar la investigación en su contra. En el relato se le pregunta al materialista llegado a la Luna si acaso conoce a un «atisbador de movimientos lunares». Afirma entonces que solo conoce a un «almanaquista» que se dedica a esos asuntos. Este último, según dice, mantiene una relación epistolar con «el bachiller Ambrosio de Echeverría» (Rivas: 45). Por eso la carta, como señala el título, va dirigida a Echeverría y al profesor de «logarítmica» u observador de movimientos lunares que les envío la misiva.

 

El fragmento que presentamos a continuación busca acercar al lector al viaje de Onésimo Dutalón a la Luna y exponer la relación y las opiniones que tienen los selenitas acerca de los habitantes de Mérida. Según se lee en el fragmento, el movimiento acelerado que padecen los habitantes de la península de Yucatán, debido a la rotación de la Tierra, afecta su estado de ánimo en un sentido que el lector está pronto a descubrir. Este asunto es otro de los que llevarán a Rivas a tener que defenderse ante la Inquisición. Vale la pena observar, finalmente, que tanto en el juego con los registros calendáricos como en el viaje de Dutalón, es posible ver el gusto de Rivas por una literatura informada por la ciencia. Dutalón es un científico que construye una máquina voladora. En su camino se dedica a probar —y a demostrar que es falsa— la teoría de Descartes sobre los torbellinos con la que este último explicaba los movimientos del sistema solar. Es cierto que el método que utiliza este viajero para llegar a la luna no está presentado en base a algún conocimiento duro. Sin embargo, en sus distintas exploraciones, el relato no se queda en la fantasía, sino que muestra a menudo intereses y argumentaciones propias de la ciencia de su época. En este sentido es que puede considerársele también un texto de protociencia ficción, emparentado con Historia cómica de los estados e imperios de la Luna (1657) de Cyrano de Bergerac y con el Primero sueño (1692) de Sor Juana. Las relaciones con este último texto están no solo en la referencia al mito de Faetón, sino también en la manera en que el texto de Rivas propone «que cualquier terrícola durmiendo» puede también viajar a la luna (Rivas: 43).

 

Fragmento

[…] Estando para disolverse el congreso a que yo asistí como Secretario y computista vimos, como a distancia de dos millas y media (¡quién lo pensara!) un carro o vajel volante instruido de dos alas y un timón puesto donde debe estar, que venía rompiendo nuestra atmósfera con una celeridad increíble. Al principio pensamos que todo era ilusión pues no hay memoria ni tradición de haberse visto jamás en nuestro orbe hombre alguno en cuerpo y alma. Salimos a conducirle a nuestro Ateneo y después de haber hecho el arráez una profunda reverencia, dio cuenta muy por menor de su viaje y destino de que nosotros sólo podremos hacer un extracto muy diminuto y él allá de vuelta podrá explayarse cuanto quiera. Monsieures, dijo, yo me llamo Onésimo Dutalón: nací en un pequeño lugar del Bayliage d'Stampe,2 en la Francia. Hice mis primeros estudios en mi patria, más viendo que la filosofía de la escuela era inútil y que no podía hacer docto chico ni grande, pasé a París en donde me entregué con aplicación infatigable al estudio de la física experimental, que es la verdadera. Y con esta ocasión, después de una meditación pausada en las obras de aquel espíritu de primer orden del suelo británico, el incomparable Isaac Newton, me hice dueño de los más profundos arcanos de la geometría. Vuelto a mi patria, cultivé la comunicación y amistad de un eclesiástico llamado monsieur Desforges, hombre que sabe apreciar el mérito de los sabios sin respeto a facultades, autoridad, ni poder. Como nuestra amistad se iba estrechando cada día, quise darle una prueba de confianza comunicándole el empeño en que estaba de fabricar una máquina volante cual es la que véis. Después de una infinita repugnancia instruí a monsieur Desforges, porque así lo pedía, en todas las reglas que podían dirigir la práctica del secreto comunicado. Yo no podré deciros, monsieures, en qué paró la instrucción. Por lo que a mí toca, previniendo que al vérseme discurrir por el aire se encendería una hoguera para ser quemado públicamente en la plaza como mágico, tuve por conveniente, para hacer algunos ensayos, antes de remontarme a las esferas salvarme en una de las islas Calaminas en la Libia, flotantes o nadantes en la superficie del agua, de que hacen mención Plinio libro 2, capítulo 95; y Séneca libro 3, capítulo 25. Retirado pues a una de estas islas, hice el primer ensayo lustrando toda la África. En el segundo, picado de una curiosidad geográfica, quise examinar por mí mismo si había alguna comunicación por la parte del norte entre nuestro continente y el americano y hallé que los dividía un euripo3 del mar glacial. En el tercero, levantando un poco más el vuelo, hice asiento en la eminencia de los dos montes más altos de la tierra, el de Tenerife en una de las Canarias y el de Pichincha en el Perú. En la cumbre de este último cerro tuve el gusto de experimentar que el agua regia o fuente, libre de la gravitación y presión del aire, no disolvía el oro poco ni mucho, como también por esta misma causa no tenían gusto alguno sensible los cuerpos picantes y mordaces como la pimienta, la sal, el acíbar,4 etcétera. Sobre la elasticidad o resorte del aire, también hice algunos experimentos que ahora no importa referir. Después de dos meses y medio volví a la isla flotante de mi residencia y mirándome en una disposición ventajosa para emprender un viaje literario a este planeta, me embarqué en mi carro volante encomendándome a mi buena o mala suerte, hallándose la Luna dicótoma5 respecto de quien la observaba de la tierra, de cuyo centro distaba según su paralaje6 59 semidiámetros terrestres. Como yo en mi viaje no me apartaba del plano de la equinoccial,7 corridas 273 leguas de atmósfera tuve la curiosidad de arrojar al fluido que navegaba una cuartilla de papel de China y observé con grande admiración mía que el papel seguía hacia el Oriente la rotación que llevaba la atmósfera con el globo terráqueo. Antes de salir de esta región hacía un frío incomparablemente más intenso que el que sentí en la Estotilandia8 en mi segundo ensayo sobre [el] que hice una reflexión digna de atención pública en oportunidad favorable, para esforzar la opinión de cierto filósofo moderno en orden a la causa del frío en sitios elevadísimos sobre el nivel del mar. Tenía yo andadas bien seguramente 25 mil leguas cuando tuve bastante que reír acordándome del turbillón terrestre de monsieur Descartes,9 quien por un rapto de imaginación extravagante hace dar vuelta a la Luna alrededor de la Tierra en fuerza de su turbillón, de la que no encontré el menor vestigio. Y para asegurarme más bien, tiré al fluido una pipa llena de agua del río Leteo,10 que perseveró inmóvil en aquel éter purísimo. Y también vine en pensar que si allí se construyese una torre cien mil veces más alta que la de Babel, se mantuviera eternamente sin vaivén, sin movimiento, sin desunión de sus partes ni inclinación o propensión a centro alguno.

 

Yo (digo la verdad) en medio de aquella materia celeste no sentí frío ni calor, aún herido de los rayos directos del sol que congregué en el foco de un exquisito espejo cáustico11 y no inflamaron ni licuaron varias materias puestas a conveniente distancia sin duda por falta del aire heterogéneo, de que concluí que la catóptrica12 con sus demostraciones no tiene qué hacer en aquel éter sutilísimo y homogéneo. En fin, monsieures, dijo el maquinario Dutalón, después de los auxilios precautorios que tomé para el uso de la inspiración y respiración en un espacio en donde no puede haberle por su raridad e improporción, no tenéis por qué preguntarme cuando me véis que sin pérdida de la vida he arribado velozmente a este orbe. Yo os certifico que cualquiera terrícola durmiendo [puede?] hacer el mismo viaje con la misma felicidad. Yo le continué observando y filosofando y después de todo me hallo con la satisfacción de haberme deshecho de una infinidad de preocupaciones, habiendo registrado las claras fuentes en que deben beberse las noticias experimentales, que es lo que aconseja Marcial en el epigrama 102 del libro 9.

Multum, crede mihi, refert, a fonte bibatur,
qui fluit, an pigro, qui stupet unda, lacu.13

 

Aquí iba a hablar el Presidente del Ateneo cuando distrajo nuestra atención una tropa de ministros infernales que entrándose en la asamblea, el jefe, que era de muy mala catadura, sin hacer cortesía se explicó de este modo: Nosotros de orden de nuestro príncipe vamos muy lejos de aquí cuanto de aquí dista el globo solar. Conducimos el alma de un materialista, que en el punto de la separación del cuerpo fue arrastrada a la puerta del infierno en donde no quiso recibirle Luzbel diciendo que estaba informado por sus esbirros que rodean toda la Tierra que es un espíritu inquieto, turbulento, enemigo de la sociedad racional y de la espiritualidad del alma. Que en su opinión la madre que le parió no era de mejor condición que el zorro, el puerco espín, el escarabajo y otro cualquiera vil insecto de la tierra cuya alma muere con el cuerpo. Que no quería aumentar el desorden, la confusión y el horror, que eternamente habita en su república, tal cual ella es, con el establecimiento de un impío. Y que luego luego escoltado por un destacamento de cuatrocientos demonios, fuese llevado a aquel gran pirofilacio, el sol. ¿Al sol, dijo el Presidente del Ateneo, en donde el Altísimo colocó (Salmo 18) su trono y pabellón? Sí monsieur, al sol, repuso Dutalón, porque en el sol colocó el infierno un anglicano, natural de Londres, llamado Svvidin,14 que en una disertación, con los dos versículos 8 y 9 del capítulo 16 del Apocalipsis, pretende persuadir que el lugar de los condenados está en medio del sol, en donde el demonio fijó su trono (actas de los eruditos al mes de marzo, 1745) y que ésta es la razón por que tantas naciones en el orbe terráqueo hayan adorado al sol como Dios. Según eso, dijo el Presidente del Ateneo, ese fatuo Svvidin también pudo con el mismo derecho haber colocado el infierno en este orbe lunar, pues es constante en nuestras memorias que la Luna ha tenido en la tierra sus adoradores. Por ventura monsieur Dutalón, prosiguió el Presidente, ¿hay todavía por allá altares consagrados a nuestro culto? Yo no sé, respondió monsieur Dutalón, que se haya renovado las víctimas y holocaustos de aquellos remotos siglos después del hecatombe que ofreció el fundador de la escuela itálica, Pitágoras,15 en Crotón, noble población al fondo del seno tarrentino en la Calabria, provincia del Procurrentes de Italia, en acción de gracias por haber hallado la proposición 47 del libro 1° [de] Euclides, con que enriqueció las matemáticas. Y vos materialista, dijo el Presidente encarando hacia él, ¿habéis estado en el quersoneso de Yucatán y tratado o conocido por ventura allí un atisbador de movimientos lunares? Yo Señor, respondió el materialista, he paseado todo aquel país y conocido un sinnúmero de atisbadores de vidas ajenas, pero de movimientos lunares sólo he oído hablar de un almanaquista que ocupa el tiempo en esas bagatelas pudiendo emplearlo más útilmente en formalidades forenses como: dar traslado a la parte, en vista de autos, escrito de bien probado, acusar la rebeldía, girar los autos, etcétera; que es ciencia de notarios y se hizo ya de la moda, a que pudiera añadir el leve trabajo de registrar índices de libros de consultas en romance o en latín tan claro como el canon de la misa, para hacerse espectable en el vulgo por este camino ya que no puede por otro. También hoy decía que el almanaquista mantiene comunicación epistolar con el Bachiller Don Ambrosio de Echeverría, residente en el pueblo de Mama, hombre de un juicio sólido, muy práctico en los primores de la música moderna y en el manejo del canon trigonométrico, de quien podréis informaros en cuanto deseáis saber. Dicho esto, le arrebataron los demonios siguiendo su derrota a aquel océano de fuego.

 

Ido el destacamento infernal, monsieur Dutalón pidió con un modo muy obligante se le diera una instrucción para correr todo este hemisferio y su opuesto y notar lo más excelente que encontrase en el orbe lunar.

 

[…]

 

Monsieur Dutalón se entró en su carro volante tomando el rumbo del sudueste y dado el buen viaje, nos mantuvimos en el Ateneo hasta su vuelta.

 

Entretanto nosotros tomamos la gustosa diversión de colocar la ciudad de Mérida de Yucatán debajo del meridiano inmóvil de un globo geográfico que aquí dejó monsieur Dutalón y hallamos que su latitud septentrional es 20 grados 20 minutos, lo mismo que teníamos observado, como también su situación a la mitad del tercer clima, cuyo día máximo del año debe ser de 13 horas 15 minutos. Y como desde aquí vemos que gira la tierra de poniente a levante sobre su propio eje a proporción del movimiento de la equinoccial terrestre, le corresponde a esta península, según su paralelo, cuatro leguas españolas en un minuto de tiempo. Verdaderamente es un milagro continuado de la Omnipotencia que todos sus habitadores no sean lanzados por esos aires con un movimiento muchísimo más impetuoso que el que a la piedra da la honda pastoril por la tangente de su círculo. En esta consideración debéis padecer un vértigo o desvanecimiento de cabeza permanente que impida las funciones y reflexiones de una alma racional dandóos, como gente sin un adarme de seso, a todo género de profanidades, al lujo, a la farándula, al dolo, a la perfidia, a la alevosía, a la simulación profunda, a la codicia sórdida, a la ambición violenta hasta pisar descaradamente lo sagrado, una adulación fastidiosa hasta el abatimiento, una calumnia detestable hasta el más alto grado de malicia, una discordia perpetua entre la lengua y el corazón, una sensualidad más que brutal que sólo con la muerte acaba, una mendacidad por herencia, una volubilidad o inconstancia por temperamento y otras torpezas indignas de la naturaleza racional que pueden llenar de borrones más papel que conduce una flota al puerto de la Veracruz. De intento hemos formado este panegírico o llámese inventiva si así lo queréis, en despique de los chistes que nos comunica el atisbador en su carta de 5 del mes epifi, en que dice que los pocos terrícolas que allá están por nuestra existencia dicen que sí, que somos gente, pero ¿qué gente? Una gente sin palabra, sin vergüenza, sin seso, unos tramposos, inconstantes, lunáticos. ¡¡Miren quiénes hablan!!

 

Vuelto monsieur Dutalón de su viaje en que gastó cerca de cuatro meses celestes, nos manifestó el placer de que estaba penetrado de haber corrido todo nuestro orbe lunar. Monsieures, dijo, en todo el universo no puede darse lugar más cómodo, más ameno ni más delicioso para habitación de vivientes que adoren y alaben al Creador. Yo apuesto que si hubiera discurrido por todas estas regiones cualquiera de los que condenan como absurda la opinión de colocar en la Luna el paraíso de donde fue empujado el buen padre Adán por dar gusto a una mujer (¡ojalá no se hubiera derivado a su posteridad esta fácil condescendencia!) acaso moderara su sentir. ¡Qué maravillas y bellezas de naturaleza que aquí pasan por ordinario y no pueden contemplarse sin estupor y asombro! ¡Qué gobierno tan dulce y acomodado a la temperie de los anctítonas! Ciertamente allá nuestro globo terráqueo, por su constitución, ha menester distinción de clases, en donde la suerte de los que gobiernan es la más infeliz porque si el superior gobierna mal, a todos desagrada; si gobierna bien, a pocos podrá agradar, siendo muy pocos los amantes de la justicia y equidad. En fin, monsieures, ya se acerca el tiempo de subir al globo de donde vine y retirarme a mi amada isla flotante a trazar la obra que os dije, de que a otro viaje prometo daros un ejemplar que podréis añadir a vuestros registros o memorias.

 

El Presidente del Ateneo suplicó a monsieur Dutalón se sirviera pasar por la península de Yucatán y poner en mano propia del Bachiller Don Ambrosio de Echeverría, residente en el pueblo de Mama, este escrito que será bien recibido por estar grabado en láminas de plata. Y monsieur Dutalón respondió que todo ejecutaría con buena voluntad y añadió que a otro viaje se venía con el Bachiller Echeverría, de quien recibiera órdenes para el globo de la Luna porque quedamos muy obligados. Y a mí, el presente Secretario, mandó el Presidente del Ateneo lunar diera fe de todo lo dicho y obrado y lo rubricara de mi nombre, lo que hago hoy 7 del mes dydimón de nuestro año del incendio lunar 7.914.522.

 

Señor Bachiller
Por mandado del Presidente del Ateneo lunar
Remeltoín Secretario

 

Un viaje celeste (1870) de Pedro Castera

 

Lejos del lenguaje barroco de Sor Juana y del registro satírico de Rivas, Un viaje celeste, de Pedro Castera (1846-1906), sintetiza varios rasgos presentes en el Primero sueño, y en Sizigias y cuadraturas lunares pero en un contexto que ya es el de la modernidad. Por un lado, como en el caso de Sor Juana, es un viaje realizado «con los ojos del alma», pero en el que el «delirio» propio del sueño tiene lugar al momento mismo de la escritura. Como en Sizigias, el viaje sobrepasa las fronteras del planeta Tierra; sin embargo, va mucho más allá de la luna pues, tal como lo deseaba el texto de Sor Juana, termina por elevarse hasta estrellas lejanas. El viajero describe otros planetas, como Júpiter, que presenta como habitados. En su camino hace un compendio de los conocimientos astronómicos de su época: se refiere a los planetas y estrellas del sistema solar, al tamaño que tienen con respecto a la Tierra, a la distancia que hay entre ellos y a la Vía Láctea, pero también a los átomos, a las moléculas y a la velocidad de la luz. Un dios creador está presente a lo largo de todo el texto. Lo acompaña una sensación de asombro y pavor, propia de la concepción de lo sublime en el siglo XIX, consecuencia de lidiar con un espacio infinito. Por último, un vocabulario que hace pensar en el establecimiento del Estado nación mexicano en esas décadas, con palabras como «patria» o «ciudadanía», aparece en el texto. Pero se ve desbordado por el viaje que se narra, al punto en que el texto afirma: «el Universo es la patria de la humanidad y el hombre ciudadano del cielo».

 

Pedro Castera es además el autor de la primera novela de ciencia ficción en México de título Querens, en la que un científico experimenta con la hipnosis para implantarle recuerdos a una mujer. En el fragmento de Un viaje celeste que presentamos a continuación transcribimos buena parte del texto original. En él puede leerse el viaje que lleva a cabo el alma, así como el asombro y el miedo que experimenta.

 

Fragmento

El hombre es el ciudadano del cielo.
Flammarion

 

Mis ojos no podían desprenderse de esta línea, cuyos caracteres brillaban con mágica luz. Recordaba que Sócrates dijo: «El hombre es el ciudadano del mundo». Pero como esta raquítica esfera es importante para calmar nuestras aspiraciones, ilustre astrónomo ha procurado con frase sublime nuestra legítima ambición. Es cierto que el cielo no basta para llenar el alma; pero el infinito es el velo con que se cubre Dios, y tarde o temprano el Supremo Ideal habrá satisfecho el anhelo de nuestro espíritu.

 

Mi absorción era completa; pero a poco iba olvidándolo todo; mis ojos fueron perdiendo la percepción; caí lentamente en una especie de sonambulismo espontáneo. Mis sentidos se entorpecieron, pero mi inteligencia no estaba embotada; con los ojos del alma lo veía todo, comprendía lo que me estaba pasando; pero aquel éxtasis, compuesto de no sé qué voluptuosidades extrañas, era tan dulce, había en él una mezcla tan indefinible de ideas, de delirios, de fruiciones desconocidas, que en lugar de resistirme, me dejaba arrastrar por aquella languidez llena de encanto y también de vida. ¡Oh, yo quisiera estar siempre así!

 

Mi alma se fue desprendiendo de mi cuerpo como si fuese un vapor, un éter, un perfume; la veía, es decir, me veía a mí mismo, como si estuviese formado de gasa o de crespón aparente, y sin embargo real, pero con todas aquellas ondulaciones, ligerezas y flexibilidades que tiene lo intangible.

 

Aquello era maravilloso; la sorpresa que me causaba mi nuevo estado no me dejaba ya lugar a la reflexión; mi pobre cuerpo yacía exánime, sin movimiento, en una postración absoluta. Comencé a creer que había muerto, pero de una manera tan dulce, tan bella, que no me arrepentía; antes bien estaba resuelto a principiar nuevamente. Algunos momentos después me hallaba convencido hasta la opresión de mi nuevo estado, y con una gratitud inmensa al Creador que había cortado con tanta dulzura el hilo de mi triste vida.

 

¡Cosa rara!, mi vista adquirió una penetración y un alcance admirable; las paredes de la habitación las veía transparentes como si fuesen de cristal; la materia toda diáfana, límpida, incolora y clara como el agua pura; veía infinidad de animalículos pequeñísimos habitándolo todo; los átomos flotantes del aire estaban poblados de seres; las moléculas más imperceptibles palpitaban bajo el soplo omnipotente de la vida y del amor… Mis demás sentidos se habían desarrollado en la misma proporción, y me sentía feliz, os lo aseguro; intensamente feliz.

 

Al verme dotado con tan bellas facultades, mi vacilación fue muy corta; levanté la mirada… y caí anonadado al contemplar la magnificencia de los cielos.

Oré un instante, y con la rapidez del pensamiento, me lancé a vagar por el bellísimo jardín de la creación. En mi estado normal veo a las estrellas, melancólicas pupilas, fijas sobre la Tierra; rubíes, brillantes, topacios, esmeraldas y amatistas, incrustadas en un espléndido zafiro, pero entonces… ¡Oh!… entonces voy a referiros con más calma lo que vi.

 

Es preciso que ordene algo mis ideas.

 

Comenzaré, pues, por deciros que me bastaba pensar para que siguiese al pensamiento la más rápida ejecución, y por lo mismo, la idea que había tenido de ascender por los espacios me alejó de la Tierra a una distancia inmensa.

 

A lo lejos veía una esfera colosal —un millón quinientas mil veces mayor que la Tierra—, incandescente como el ojo sangriento de una fiera, roja como el fuego, volaba con velocidad, arrastrando en aquella carrera una multitud de esferas, entre las cuales había algunas algo aplanadas por dos puntos, pero todas de mucho menores dimensiones, pues si hubieran podido reunirse no igualarían con su volumen al hermosísimo disco de fuego; a pesar de que se encontraban algo lejanas, las percibía con una claridad extraordinaria, capaz de permitirme examinar hasta sus menores detalles.

 

Figuraos mi asombro: aquella antorcha encendida en medio de los cielos era nuestro Sol, y sus acompañantes, su familia de planetas.

 

Pero no era todo, no: lo que me dejaba mudo, absorto, enajenado, era que todas aquellas masas enormes eran ¡mundos! más o menos semejantes al nuestro, pero todos ellos, sin excepción, mundos habitados.

 

Sí, sí, yo veía las manchas blancas de las nieves polares, las nubes cruzando sus atmósferas, las unas densas, cargadas de brumas, las otras purísimas y tenues, los mares brillaban como líquida plata, y los continentes parecían inmensas aves que se recostaban cansadas de volar.

 

Allí hay seres, me decía yo, seres humanos, habitantes, hombres tal vez, y ángeles como los que habitan la Tierra con nombres de mujeres, porque si no fuera así, esos mundos serían horribles; allí estarán mis hermanas, mis padres, mi familia…

 

¡Oh Dios mío, cómo a la vista de esos mundos se despliega tu soberana omnipotencia!

 

Entonces busqué a Júpiter, que de los planetas de nuestro sistema es el mayor y el más bello; la Tierra la veía como la 1/126 parte del brillante astro, que me deslumbró por su hermosura; esto en cuanto a superficie.

 

Sus montañas tienen una inclinación muy suave, sus llanuras son perfectamente planas, los mares tranquilos; nada de nieve; la eterna primavera bordando sus campos, flores divinas embriagando con sus deliciosos aromas a esos felices habitantes, aves de pintados colores cruzando en todas direcciones, y cuatro magníficas lunas que deben producir en sus serenas y apacibles noches unos juegos de luz admirables.

 

Multitud de ciudades diseminadas sobre su superficie, pero por más que lo procuré no puede distinguir los habitantes; tal vez serán de una belleza deslumbradora, que después me hubieran hecho despreciar los de la Tierra, y por eso la Providencia me evitó el verlos. Júpiter es un mundo en el cual el dolor no es conocido, es un verdadero Edén.

 

Mercurio y Venus no llamaban mi atención, la Tierra me daba cólera por orgullosa, Marte tiene tantos cataclismos y cambios que tampoco me agradaba, los asteroides me parecían muy pequeños, olvidé a Saturno, a Urano, y después de mi hermoso Júpiter, mi futura patria, pensé en Neptuno, que según la mitología representa al dios de las aguas.

 

Aquello fue un salto peligroso; en menos de un segundo atravesé centenares de millones de leguas y me encontré a una distancia regular del astro que por hoy limita nuestro sistema. Entonces no comprendí muy bien lo que me pasaba: el Sol lo veía del tamaño de una lenteja, Saturno enorme, como de un volumen de setecientas treinta y cuatro veces mayor que la Tierra, y yo me hallaba en una penumbra indefinible.

 

La naturaleza, como la obra de Dios, es admirable; apenas pude distinguir que aquel mundo, como los otros, estaba habitado; pero previendo la lejanía del Sol, los seres que allí viven tienen la facultad de desprender luz, están rodeados de una aureola luminosa, tan bella, que fascinado no podía apartar de ellos mi vista embelesada con su contemplación.

 

Me fue imposible fijarme en más detalles, porque en un momento me sentí arrastrado por una fuerza extraña; observé lo que era: la cauda de un cometa me envolvía, me encontraba en una línea de atracción del astro errante, que sacudía su magnífica cabellera en la inmensidad.

 

El vehículo celeste era cómodo y bello; me dejé llevar sin oponer resistencia. La velocidad de mi tren expreso iba aumentando cada vez más; cruzábamos los abismos dejando a nuestros pies infinitas miríadas de mundos.

 

Repentinamente observé que una estrella doble, púrpura y oro, crecía a mi vista de una manera espantosa; en algunos segundos adquirió proporciones gigantescas, como de unas diez veces más que nuestro Sol; sentí una atmósfera de fuego, y abandonando mi solitario compañero me lancé huyendo en dirección opuesta.

 

Os he dicho ya que volaba por los cielos con la velocidad del pensamiento; los soles de colores se multiplicaban a mi vista, ya rojos o violados, amarillos o verdes, blancos o azules, y alrededor de cada uno de ellos flotaban infinidad de mundos en los cuales palpitaba también la vida y el amor.

 

Yo seguía corriendo, volando con una rapidez vertiginosa, atravesaba las inmensas llanuras celestes bordadas de flores, me sentía arrastrado por lo invisible, y trémulo y palpitante, yo balbuceaba una oración.

 

Aquello no terminaba nunca, nunca… La alfombra de soles que Dios tiene a sus pies se prolongaba hasta lo infinito… se pasaron instantes o siglos, no lo sé; yo seguía con mayor velocidad que la luz, que la Chispa eléctrica, que el pensamiento, y aquella magnífica contemplación seguía también… soles inmensos de todos colores, mundos colosos girando a su derredor, y todo… todo lleno de vida, de seres, de almas que bendecían a Dios. Los soles cantando con voz luminosa y los mundos elevando sus himnos formaban el concierto sublime, grandioso, divino de la armonía universal.

 

Atravesaba los desiertos del espacio cruzando de una nebulosa a otra; la extensión seguía; atravesaba multitud de vías lácteas en todas direcciones, y volaba… seguía… y la inmensidad seguía también.

 

Estaba jadeante, rendido, abrumado; oraba con fervor y me sentía arrastrar por una fuerza irresistible: los abismos, los espacios, las nebulosas, los soles y los mundos se sucedían sin interrupción, se mezclaban, se agitaban en turbiones armónicos sobre mi frente humillada, abatida ante tanta magnificencia, ante tan deslumbrante esplendidez. Yo estaba ciego, loco, casi no existía ya; pequeño átomo perdido en aquella inmensidad, apenas me atrevía a murmurar conmovido, temblando, admirado ante la manifestación divina de la Omnipotente Causa Creadora, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

 

De pronto mi carrera cesó… Dios escuchaba al átomo.

 

Tardé algún tiempo en reponerme; perdido en la extensión sideral, busqué en vano la Tierra; nada, no se veía; quise encontrar nuestro Sol, pero imposible; tampoco lo veía.

 

Apenas allá a lo lejos, a una distancia incalculable, perdida en los abismos sin límites de la eternidad, pude ver nuestra Vía Láctea, que parecía una pequeña cinta de plata formando un círculo de dimensiones como el de una oblea, que volaba con una velocidad inapreciable en la profundidad divina de las regiones infinitas. Ligero y veloz me lancé hacia ella; pronto llegué, sin saber cómo; pero entre sus setenta millones de soles no podía encontrar el nuestro. Pensé entonces que con la velocidad de la luz tardaría quince mil años en dar una vuelta a nuestra pequeña Vía Láctea, y abrumado por aquel cálculo, sin poder comprenderlo, oprimido por semejante idea, me detuve lleno de terror. ¿Qué hacer? ¿Cómo hallar la miserable chispa que llamamos Sol? ¿Cómo encontrar la Tierra, átomo mezquino, molécula despreciable, excrecencia diminuta de aquel sol que no podía hallar por su pequeñez? ¡Oh! Entonces mi alma, desfallecida, ansiosa, anhelante, se dirigió a Dios.

¡Oh Tú, espléndido sol de los soles, Supremo Ideal de las almas, Espíritu de Luz y de Vida, Amor Infinito de la Inmensidad de la Creación, del Universo!… ¡Oh, Tú, mi Dios, vuélveme a mi átomo y perdona mi loco orgullo, vuélveme a la Tierra, Dios mío, porque allí está lo que yo amo!

 

Mi carrera comenzó de nuevo terrible, frenética, espantosa; sentía vértigo, un ansia atroz, algo como el frío de la muerte; corría, volaba y… en ese momento Manuel de Olaguíbel me sacudió fuertemente por el brazo; yo me encontraba sentado en mi escritorio, con el pelo algo quemado, las manos convulsas, multitud de papeles en desorden, y escritas las anteriores líneas.

 

La última guerra (1906) de Amado Nervo

 

El cuento La última guerra, de Amado Nervo (1870-1919), narra una revolución llevada a cabo por los animales. El relato comienza exponiendo una secuencia histórica: «Tres habían sido las grandes revoluciones de que se tenía noticia: la que pudiéramos llamar Revolución cristiana, que en modo tal modificó la sociedad y la vida en todo el haz del planeta; la Revolución francesa, que, eminentemente justiciera, vino, a cercén de guillotina, a igualar derechos y cabezas, y la Revolución socialista, la más reciente de todas, aunque remontaba al año 2030 de la era cristiana» (187). Las acciones en el texto, por tanto, distinguen entre dos momentos históricos, el antes y después de la «Revolución social». Así, al igual que el nacimiento de Cristo, la Revolución social establece un nuevo comienzo o año cero en el calendario humano. Algo hay aquí de las cronologías y los calendarios de distintas culturas con los que juega de Manuel de Rivas, pero ahora despojados de su tono satírico. A penas transcurridos seis años del siglo XX, en 1906, Nervo se refiere ya a una Revolución socialista y a una «última guerra» por la igualdad que vendría después. Se anticipa así a la Revolución rusa de 1917. Sin embargo, en el relato la Revolución social sucede a una escala planetaria, se entrelaza con la teoría de la evolución y la idea de progreso, que aún tenía credibilidad antes de las dos guerras mundiales.

 

En los días anteriores a la Revolución social, según el cuento, los cuerpos, principalmente los del proletariado, habían mutado. Los trabajadores manuales tenían seis dedos en la mano derecha, mientras que a quienes laboraban en la conducción de vehículos se les habían atrofiado completamente las piernas. Las dos revoluciones que Nervo sitúa en el futuro se entrelazan con mutaciones genéticas y es por ello que entre una y otra transcurren largos periodos de tiempo. Según el texto, la Revolución social planetaria sucedió en el año 2030 —tan cercano a nosotros—, pero la voz que narra el cuento se sitúa «en el año 3502» D.R.s. («Después de la Revolución social», es decir, en el año «5532 de la era cristiana»). Para esta fecha, gracias a las condiciones de igualdad, las mutaciones que el trabajo había producido en el proletariado finalmente han desaparecido. La evolución, sin embargo, propició que los animales comenzaran a desarrollar su propio lenguaje. Ante este hecho, los seres humanos reaccionaron incorporándolos a su vida social forzándolos a realizar las labores del viejo proletariado.

 

En el cuento, la sociedad del futuro se encuentra altamente tecnificada. Hay aparatos como el «fonotelerradiógrafo», en el que «las vibraciones del cerebro al pensar» se comunican «directamente a un registrador especial, que a su vez» las transmite a su destino (Nervo: 189). Además, esta sociedad se encuentra fuertemente estratificada. Los seres humanos son, según el texto, una élite ociosa, mientras los animales que realizan el trabajo tienen todos los conocimientos necesarios para usar la ciencia y las máquinas de esta época. «Por su posición geográfica en la medianía de América y entre los dos grandes océanos», México se ha posicionado como «el centro del mundo» (Nervo: 191). En el fragmento que presentamos a continuación se observa cómo es en este país que se anuncia el comienzo de la llamada «última guerra». El lenguaje de los seres humanos, según el cuento, es uno de los testimonios de que la evolución de las especies es un camino hacia el progreso. En el relato, sin embargo, este progreso no se realiza exclusivamente en los seres humanos y, sobre todo, es indiferente a su supervivencia.

 

Fragmento

III

[…]

Había en la falda del Ajusco, adonde llegaban los últimos barrios de la ciudad, un gimnasio para mamíferos, en el que estos se reunían los días de fiesta y casi pegado al gimnasio un gran salón de conciertos, muy frecuentado por los mismos. En este salón, de condiciones acústicas perfectas y de amplitud considerable, se efectuó el domingo 3 de agosto de 5532 —de la nueva era— la asamblea en cuestión.

 

Presidía Equs Robertis, un caballo muy hermoso, por cierto; y el primer orador designado era un propagandista célebre en aquel entonces, Can Canis, perro de una inteligencia notable, aunque muy exaltado. Debo advertir que en todas partes del mundo repercutiría, como si dijéramos, el discurso en cuestión, merced a emisores especiales que registraban toda vibración y la transmitían solo a aquellos que tenían los receptores correspondientes, utilizando ciertas corrientes magnéticas; aparatos estos ya hoy en desuso por poco prácticos.

 

Cuando Can Canis se puso en pie para dirigir la palabra al auditorio, oyéronse por todas partes rumores de aprobación.

 

IV

—Mis queridos hermanos —empezó Can Canis―:

»La hora de nuestra definitiva liberación está próxima. A un signo nuestro, centenares de millares de hermanos se levantarán como una sola masa y caerán sobre los hombres, sobre los tiranos, con la rapidez de una centella. El hombre desaparecerá del haz del planeta y hasta su huella se desvanecerá con él. Entonces seremos nosotros dueños de la tierra, volveremos a serlo, mejor dicho, pues que primero que nadie lo fuimos, en el albor de los milenarios, antes de que el antropoide apareciese en las florestas vírgenes y de que su aullido de terror repercutiese en las cavernas ancestrales. ¡Ah!, todos llevamos en los glóbulos de nuestra sangre el recuerdo orgánico, si la frase se me permite, de aquellos tiempos benditos en que fuimos los reyes del mundo. Entonces, el sol enmarañado aún de llamas a la simple vista, enorme y tórrido, calentaba la tierra con amor en toda su superficie, y de los bosques, de los mares, de los barrancos, de los collados, se exhalaba un vaho espeso y tibio que convidaba a la pereza y a la beatitud. El mar divino fraguaba y desbarataba aún sus archipiélagos inconsistentes, tejidos de algas y de madréporas; la cordillera lejana humeaba por las mil bocas de sus volcanes, y en las noches una zona ardiente, de un rojo vivo, le prestaba una gloria extraña y temerosa. La luna, todavía joven y lozana, estremecida por el continuo bombardeo de sus cráteres, aparecía enorme y roja en el espacio, y a su luz misteriosa surgía formidable de su caverna el león saepelius; el uro erguía su testa poderosa entre las breñas, y el mastodonte contemplaba el perfil de las montañas, que, según la expresión de un poeta árabe, le fingían la silueta de un abuelo gigantesco. Los saurios volantes de las primeras épocas, los iguanodontes de breves cabezas y cuerpos colosales, los Megatheriums torpes y lentos, no sentían turbado su reposo más que por el rumor sonoro del mar genésico, que fraguaba en sus entrañas el porvenir del mundo.

 

»¡Cuán felices fueron nuestros padres en el nido caliente y piadoso de la tierra de entonces, envuelta en la suave cabellera de esmeralda de sus vegetaciones inmensas, como una virgen que sale del baño!… ¡Cuán felices!… A sus rugidos, a sus gritos inarticulados, respondían solo los ecos de las montañas… Pero un día vieron aparecer con curiosidad, entre las mil variedades de cuadrúmanos que poblaban los bosques y los llenaban con sus chillidos desapacibles, una especie de monos rubios que, más frecuentemente que los otros, se enderezaban y mantenían en posición vertical, cuyo vello era menos áspero, cuyas mandíbulas eran menos toscas, cuyos movimientos eran más suaves, más cadenciosos, más ondulantes, y en cuyos ojos grandes y rizados ardía una chispa extraña y enigmática que nuestros padres no habían visto en otros ojos en la tierra. Aquellos monos eran débiles y miserables… ¡Cuán fácil hubiera sido para nuestros abuelos gigantescos exterminarlos para siempre!… Y de hecho, ¡cuántas veces cuando la horda dormía en medio de la noche, protegida por el claror parpadeante de sus hogueras, una manada de mastodontes, espantada por algún cataclismo, rompía la débil valla de lumbre y pasaba de largo triturando huesos y aplastando vidas; o bien una turba de felinos que acechaba la extinción de las hogueras, una vez que su fuego custodio desaparecía, entraba al campamento y se ofrecía un festín de suculencia memorable!… A pesar de tales catástrofes, aquellos cuadrúmanos, aquellas bestezuelas frágiles, de ojos misteriosos, que sabían encender el fuego, se multiplicaban; y un día, día nefasto para nosotros, a un macho de la horda se le ocurrió, para defenderse, echar mano de una rama de árbol, como hacían los gorilas, y aguzarla con una piedra, como los gorilas nunca soñaron hacerlo. Desde aquel día nuestro destino quedó fijado en la existencia: el hombre había inventado la máquina, y aquella estaca puntiaguda fue su cetro, el cetro de rey que le daba la naturaleza… ¿A qué recordar nuestros largos milenarios de esclavitud, de dolor y de muerte?… El hombre, no contento con destinarnos a las más rudas faenas, recompensadas con malos tratamientos, hacía de muchos de nosotros su manjar habitual, nos condenaba a la vivisección y a martirios análogos, y las hecatombes seguían a las hecatombes sin una protesta, sin un movimiento de piedad… La naturaleza, empero, nos reservaba para más altos destinos que el de ser comidos a perpetuidad por nuestros tiranos. El progreso, que es la condición de todo lo que alienta, no nos exceptuaba de su ley; y a través de los siglos, algo divino que había en nuestros espíritus rudimentarios, un germen luminoso de intelectualidad, de humanidad futura, que a veces fulguraba dulcemente en los ojos de mi abuelo el perro, a quien un sabio llamaba en el siglo XVIII —post J.C.— un candidato a la humanidad; en las pupilas del caballo, del elefante o del mono, se iba desarrollando en los senos más íntimos de nuestro ser, hasta que, pasados siglos y siglos floreció en indecibles manifestaciones de vida cerebral… El idioma surgió monosilábico, rudo, tímido, imperfecto, de nuestros labios; el pensamiento se abrió como una celeste flor en nuestras cabezas, y un día pudo decirse que había ya nuevos dioses sobre la tierra; por segunda vez en el curso de los tiempos el Creador pronunció un “Fiat, et homo factus fuit”.

 

»No vieron ellos con buenos ojos este paulatino surgimiento de humanidad; mas hubieron de aceptar los hechos consumados, y no pudiendo extinguirla, optaron por utilizarla… Nuestra esclavitud continuó, pues, y ha continuado bajo otra forma: ya no se nos come, se nos trata con aparente dulzura y consideración, se nos abriga, se nos aloja, se nos llama a participar, en una palabra, de todas las ventajas de la vida social; pero el hombre continúa siendo nuestro tutor, nos mide escrupulosamente nuestros derechos… y deja para nosotros la parte más ruda y penosa de todas las labores de la vida. No somos libres, no somos amos, y queremos ser amos y libres… Por eso nos reunimos aquí hace mucho tiempo, por eso pensamos y maquinamos hace muchos siglos nuestra emancipación, y por eso muy pronto la última revolución del planeta, el grito de rebelión de los animales contra el hombre, estallará, llenando de pavor el universo y definiendo la igualdad de todos los mamíferos que pueblan la tierra»…

 

Así habló Can Canis, y este fue, según todas las probabilidades, el último discurso pronunciado antes de la espantosa conflagración que relatamos.

 

V

El mundo, he dicho, había olvidado ya su historia de dolor y de muerte; sus armamentos se orinecían en los museos, se encontraba en la época luminosa de la serenidad y de la paz; pero aquella guerra que duró diez años, como el sitio de Troya, aquella guerra que no había tenido ni semejante ni paralelo por lo espantosa, aquella guerra en la que se emplearon máquinas terribles, comparadas con las cuales los proyectiles eléctricos, las granadas henchidas de gases, los espantosos efectos del radio utilizado de mil maneras para dar muerte, las corrientes formidables de aire, los dardos inyectores de microbios, los choques telepáticos…, todos los factores de combate, en fin, de que la humanidad se servía en los antiguos tiempos, eran risibles juegos de niños; aquella guerra, decimos, constituyó un inopinado, nuevo, inenarrable aprendizaje de sangre…

 

Los hombres, a pesar de su astucia, fuimos sorprendidos en todos los ámbitos del orbe, y el movimiento de los agresores tuvo un carácter tan unánime, tan certero, tan hábil, tan formidable, que no hubo en ningún espíritu siquiera la posibilidad de prevenirlo…

 

Los animales manejaban las máquinas de todos géneros que proveían a las necesidades de los elegidos; la química era para ellos eminentemente familiar, pues que a diario utilizaban sus secretos: ellos poseían además y vigilaban todos los almacenes de provisiones, ellos dirigían y utilizaban todos los vehículos… Imagínese, por tanto, lo que debió ser aquella pugna, que se libró en la tierra, en el mar y en el aire… La humanidad estuvo a punto de perecer por completo; su fin absoluto llegó a creerse seguro —seguro lo creemos aún—… y a la hora en que yo, uno de los pocos hombres que quedan en el mundo, pienso ante el fonotelerradiógrafo estas líneas, que no sé si concluiré, este relato incoherente que quizá mañana constituirá un utilísimo pedazo de historia… para los humanizados del porvenir, apenas si moramos sobre el haz del planeta unos centenares de sobrevivientes, esclavos de nuestro destino, desposeídos ya de todo lo que fue nuestro prestigio, nuestra fuerza y nuestra gloria, incapaces por nuestro escaso número y a pesar del incalculable poder de nuestro espíritu, de reconquistar el cetro perdido, y llenos del secreto instinto que confirma asaz la conducta cautelosa y enigmática de nuestros vencedores, de que estamos llamados a morir todos, hasta el último, de un modo misterioso, pues que ellos temen que un arbitrio propio de nuestros soberanos recursos mentales nos lleve otra vez, a pesar de nuestro escaso número, al trono de donde hemos sido despeñados… Estaba escrito así… Los autóctonos de Europa desaparecieron ante el vigor latino; desapareció el vigor latino ante el vigor sajón, que se enseñoreó del mundo… y el vigor sajón desapareció ante la invasión eslava; esta, ante la invasión amarilla, que a su vez fue arrollada por la invasión negra, y así, de raza en raza, de hegemonía en hegemonía, de preeminencia en preeminencia, de dominación en dominación, el hombre llegó perfecto y augusto a los límites de la historia… Su misión se cifraba en desaparecer, puesto que ya no era susceptible, por lo absoluto de su perfección, de perfeccionarse más… ¿Quién podía sustituirlos en el imperio del mundo? ¿Qué raza nueva y vigorosa podía reemplazarle en él? Los primeros animales humanizados, a los cuales tocaba su turno en el escenario de los tiempos… Vengan, pues, enhorabuena; a nosotros, llegados a la divina serenidad de los espíritus completos y definitivos, no nos queda más que morir dulcemente. Humanos son ellos y piadosos serán para matarnos. Después, a su vez, perfeccionados y serenos, morirán para dejar su puesto a nuevas razas que hoy fermentan en el seno oscuro aún de la animalidad inferior, en el misterio de un génesis activo e impenetrable… ¡Todo ello hasta que la vieja llama del sol se extinga suavemente, hasta que su enorme globo, ya oscuro, girando alrededor de una estrella de la constelación de Hércules, sea fecundado por primera vez en el espacio, y de su seno inmenso surjan nuevas humanidades… para que todo recomience!

 

Eugenia (1919) de Eduardo Urzaiz

 

Como el título deja entrever, Eugenia, de Eduardo Urzaiz (1876-1955), imagina un mundo futuro organizado bajo los preceptos de la eugenesia; un conjunto de teorías para el supuesto mejoramiento de la especie humana, a través de modalidades de intervención biomédica reguladas por el Estado. La eugenesia fue popular en los círculos médicos del México posrevolucionario. Eduardo Urzaiz estudió medicina y se especializó en psiquiatría. Fue, durante casi tres décadas, el director del asilo Ayala, un hospital psiquiátrico inaugurado por Porfirio Díaz en 1906 y considerado como uno de los más innovadores del país. Urzaiz era una voz activa en los debates de la época sobre contracepción y derechos políticos de las mujeres, así como defensor de la educación pública mixta. Aunque se le conocen varios ensayos sobre temas de antropología, medicina, arte e historia, Eugenia es su única obra de ficción.

 

La novela se desarrolla durante el siglo XXIII en la ciudad de Villautopia, capital de la Subconfederación de la América Central. El relato se centra en los personajes de Celiana y Ernesto que han sido amantes por muchos años y forman, junto con otros tres personajes, un «grupo familiar» —en Villautopia no existe el matrimonio y la familia es un grupo de personas a quienes uno elige por afinidad—. Celiana es una académica reconocida que, como muchas otras niñas, fue esterilizada antes de alcanzar la pubertad por considerarse que sus tendencias hacia la vida intelectual la hacían poco apta para la reproducción. El conflicto de la novela se desencadena cuando Ernesto, que se distingue por su supuesta belleza y salud, recibe un nombramiento como reproductor oficial del Estado. El relato sigue a Ernesto mientras descubre cómo se gestiona la reproducción en Villautopia y se cuestiona sobre el futuro de su relación con Celiana, ahora que estará llamado a tener relaciones sexuales con otras mujeres.

 

Algunos de los estudios críticos que existen sobre la novela describen a Eugenía como una distopía (véase por ejemplo Dziubinskyj, 2007; Peniche, 2006). En efecto, el desenlace del relato muestra como los personajes, a pesar de vivir en esta sociedad que promueve el amor libre, se sorprenden a sí mismos dominados por sus apegos. La novela incluye, sin embargo, numerosos pasajes donde se describe sin ironía una sociedad próspera, donde la riqueza heredada se ha abolido, el Estado administra equitativamente los bienes y las mujeres están liberadas del trabajo de la maternidad y las tareas domésticas. Cabe leer la novela con la siguiente pregunta en mente, ¿es esto una distopía o una utopía? O aún mejor, ¿es necesario escoger entre ambas? Ursula K. Le Guin título a una de sus mejores novelas Los desposeídos. Una utopía ambigua. Quizá Eugenia pueda leerse en esta clave, en la que un relato futurista puede darse a la tarea de mostrar matices, ambigüedades y dejar que el lector saque sus propias conclusiones.

 

Eugenia forma parte de una larga tradición literaria que especula con temas como el matrimonio regulado o la reproducción selectiva y gestionada por el estado, la cual es tan vieja como la República de Platón. Según Dziubinskyj, muchos de los relatos eugenésicos comparten rasgos como: «la desaparición del estado nación para dar lugar a una forma de gobierno de tipo confederado […], una actitud de adoración hacia las mujeres, una tecnociencia altamente avanzada y una denigración de las poblaciones no caucásicas» —afroamericanos, indígenas, etc.— (464). En el fragmento que presentamos a continuación es posible ubicar estas características. En él, el Dr. Remigio Pérez Serrato describe a Ernesto y a dos médicos africanos visitantes el funcionamiento del Bureau de Eugenética de Villautopia.

 

Fragmento

V

El doctor don Remigio Pérez Serrato, presidente del Bureau de Eugenética de Villautopia, era uno de aquellos habladores incoercibles que, cuando no tienen auditorio, hablan solos o con los muebles de su despacho.

 

Como el raudal inagotable de su instructiva elocuencia tenía propiedades hipnóticas, el hallazgo de un oyente atento era para él el más sabroso regalo.

Aquel día reventaba de satisfacción, pues la suerte, propicia, habíale deparado selecto auditorio en las importantes personas de dos médicos hotentotes que, en misión científica que su gobierno les confiara, venían a estudiar la manera de implantar en su país las medidas conducentes a evitar el estancamiento evolutivo de su raza.

 

Cuando Ernesto, provisto de una tarjeta de presentación de Miguel, llegó a la oficina del doctor para manifestarle que aceptaba el nombramiento recibido y enterarse de sus obligaciones, ya estaban allí los africanos galenos. Encantado don Remigio, hizo las presentaciones de rúbrica:

—El señor Ernesto del Lazo, uno de nuestros más distinguidos reproductores; los sabios doctores Booker T. Kuzubé y Lincoln Mandínguez, dignos representantes de la ciencia médica en la Hotentocia…

Ernesto saludó inclinándose; los negros al sonreír descubrieron el teclado de sus formidables dentaduras de caníbales. Joven el uno y viejo el otro, los dos eran feos y bembones y tenían un aire muy cómico de asustada curiosidad; se expresaban correctamente en inglés y sus ademanes eran afectados. Llevaban largas levitas negras y unos sombreros muy largos en forma de cono truncado, que conservaban hundidos hasta las orejas en señal de respeto; el viejo, con su collar de barba blanca, parecía un chimpancé domesticado.

 

Como de sesenta años, alto y grueso, el doctor Pérez Serrato usaba la blanca y lacia cabellera larga y peinada hacia atrás. Su cara redonda y pálida, totalmente afeitada, sus cejas negras y muy espesas sobre unos ojos bovinos, le hacían parecerse bastante a otro médico ilustre de la antigüedad, al célebre Charcot.

La bata de seda morada, ceñida a la convexidad prócer del abdomen, y una gorrila de terciopelo del mismo color, le daban un aspecto episcopal y subrayaban la majestuosa prestancia de su fachada. Sobre el pecho ostentaba el tradicional botón rojo de la Legión de Honor; insignia que, por no ser menos seguramente, lucían también los africanos en la solapa de sus respectivos levitones.

 

Para documentar debidamente a sus visitantes antes de mostrarles las dependencias de la vasta institución que estaba a su cargo y, más que nada, para sacar de su auditorio todo el partido posible, don Remigio inició una plática preliminar, procurando tomar el hilo del asunto desde los más remotos orígenes de la Eugenética; a ser posible, hubiese arrancado desde los tiempos prehistóricos.

 

—Vosotros debéis recordar, distinguidos colegas —comenzó diciendo— que hasta mediados del siglo XX, aunque creían haber llegado al summum de la civilización, los hombres seguían reproduciéndose exactamente lo mismo que los demás mamíferos. Hace cerca de trescientos años, un ilustre coterráneo nuestro, cuya es la estatua que habréis visto a la entrada de este edificio y de quien no es necesario repetir el nombre, por ser conocido en el mundo entero, demostró experimentalmente que el óvulo de los mamíferos, una vez fecundado, puede desarrollarse en la cavidad peritoneal de otro individuo de la misma especie, aun de sexo masculino, Él partió de la observación de las gestaciones ectópicas y, naturalmente, hizo sus primeros ensayos en los animales de laboratorio. Toda la dificultad estaba en modificar, en feminizar por decirlo así, el organismo del animal macho, y cuando esto se logró, merced a las inyecciones intravenosas e intraperitoneales de extractos ováricos, el ingente problema estuvo prácticamente resuelto. El mundo científico entero se conmovió de admiración cuando, en el gran Instituto Rockefeller de Nueva York y en presencia de las notabilidades médicas de diversos países, nuestro sabio compatriota seccionó el vientre de un conejo de Indias, macho; y extrajo de él cinco conejillos perfectamente desarrollados y viables.

 

»Más tarde se realizaron análogas experiencias en la especie humana, con éxito brillante; pero pasó mucho tiempo sin que tales ensayos perdieran el carácter de curiosidades científicas. Prejuicios seculares se oponían a la generalización del procedimiento, y el genial innovador, clasificado hoy entre los más grandes benefactores de la humanidad, murió casi olvidado y sin haber visto la completa y radical transformación que su descubrimiento ha determinado en las costumbres de las sociedades civilizadas, variando los fundamentos de la moral, las condiciones económicas de los pueblos y las relaciones de los gobiernos para con ellos. Gracias a él, nos sentimos hoy completamente distintos del resto de los seres y muy por encima de la animalidad fisiológica de nuestros antepasados.

»Mas llegose al fin un día en que los gobiernos tuvieron que recurrir a estos medios de reproducción artificial y establecer instituciones especiales para practicarlos en gran escala, como el único medio de detener la despoblación de la tierra, que hubiese llegado a ser completa, a poco que se hubiese prolongado el estado social de los siglos que nos precedieron.

 

»Claro es que en el resultado obtenido, intervinieron numerosas circunstancias que, por su excesiva complejidad, no puedo ni siquiera señalar en estos momentos. Pero a la vista están las ventajas más salientes del feliz estado de cosas de las sociedades contemporáneas: reglamentada por los gobiernos la producción de hijos, de modo que no exceda nunca a los recursos naturales del suelo, sostiénese el equilibrio económico, realízase de una manera eficiente la selección científica de la especie humana y evítase toda posibilidad de degeneración».

 

Y viendo Serrato aparecer aquí un nuevo aspecto del asunto, no quiso desperdiciarlo, y claro es que procuró también tomarlo desde la más lejos posible. Satisfecho de la paciencia con que sus oyentes habían soportado su primer chaparrón oratorio, se dignó concederles la gracia de una breve pausa; se frotó las manos, tosió ligeramente y continuó:

—Por las condiciones intrínsecas de la deficiente e incompleta civilización de aquellos siglos que hoy estamos autorizados a considerar como semibárbaros, la especie humana se había sustraído voluntariamente a la selección natural que, en las otras especies animales, se realiza mediante la lucha por la vida y el triunfo del más fuerte o del mejor adaptado al medio. En las sociedades de antaño, triunfaban los individuos más inteligentes, los más astutos o los más ricos, que por lo general eran los peor dotados físicamente, por lo que la especie degeneraba a pasos agigantados.

»Es cierto que las naciones más adelantadas de aquel tiempo trataron de realizar en lo posible una selección artificial. De tales intentos nació la Eugenética, pero esta ciencia, que hoy, perfectamente reglamentada, ha alcanzado su total desenvolvimiento y constituye la principal preocupación de los gobiernos, tenía que limitarse entonces a medidas meramente paliativas, y sus resultados eran punto menos que irrisorios».

Ernesto, comprendiendo que tenía conferencia para rato, hacía esfuerzos sobrehumanos para no bostezar, pues todo aquello le interesaba muy poco; los negros parecían hipnotizados. El doctor siguió diciendo:

—Los progresos de la cirugía aséptica han permitido hacer la esterilización de los hombres y de las mujeres, sin alterar en lo más mínimo la complicada sinergia de las secreciones internas ni el dinamismo humoral. Empezose por practicar esta operación, salvadora de la especie, a los criminales natos o reincidentes, a los locos y desequilibrados mentales y a ciertos enfermos incurables, como los epilépticos y los tuberculosos.

»Más tarde, algunos individuos de uno y otro sexos, comenzaron a hacerse esterilizar voluntariamente para huir de las cargas económicas de la paternidad o de las fisiológicas de la maternidad. Hoy que la paternidad ha dejado de ser una carga para el hombre, pobre o rico, y que la maternidad no pasa en la mujer más allá de la concepción, el gobierno tiene bajo su inmediato cuidado y vigilancia la reproducción de la especie; hace esterilizar a todo individuo física o mentalmente inferior o deficiente, y solo deja en la plenitud de sus facultades genéticas a los ejemplares perfectos y aptos para dar productos ideales. Y no hay que olvidar que esta distinción implica para ellos el deber de dar a la comunidad cierto número de hijos, deber que ha venido a ser hoy tan ineludible como lo fueran en otros tiempos el servicio militar, el desempeño de los cargos de elección popular o el ejercicio del sufragio.

»La selección la empezamos desde la escuela primaria. Antes de la pubertad y después de un detenido estudio, tanto médico como psicológico, se decide qué niños deben ser esterilizados y cuáles no. Preferimos a los de tipo muscular puro y desechamos sistemáticamente a los cerebrales de ambos sexos, pues la experiencia ha demostrado que son pésimos reproductores; en caso de escasez, puede utilizarse a los varones de tipo respiratorio, a condición de cruzarlos luego con mujeres de tipo digestivo.

»Si a ustedes les parece, empezaremos nuestra visita por la sección de estadística. Allí podrán convencerse de que año con año disminuye el número de los niños esterilizados; día ha de llegar en que solo se practique la operación cuando el exceso de habitantes obligue a restringir el número de nacimientos.

»Como estas medidas han puesto un dique a la degeneración de la humanidad, la población de las cárceles, los manicomios y los hospitales de incurables se ha reducido casi a cero. Y si tomamos en cuenta además que las condiciones económicas de las clases proletarias han mejorado notablemente y que hoy no se vacila en aplicar la eutanasia a los seres condenados a pasar toda su vida o una gran parte de ella en la inconsciencia o entre sufrimientos irremediables, fácil será comprender que tales instituciones, que antaño constituían una carga pesadísima para el Estado, han dejado de serlo hoy y que los cuantiosos fondos que consumían se aplican ahora ventajosamente a más urgentes necesidades».

 

Harto Ernesto de las prolijas disertaciones del doctor, no esperó a que este repitiera la invitación y se puso de pie como disponiéndose a comenzar la visita. Los negros lo imitaron; dada la facilidad que los de su raza tienen para dormirse en cualquier parte y a cualquier hora, demasiado habían hecho los pobrecillos con permanecer despiertos. Pérez Serrato no tuvo más remedio que resignarse y pasó delante de ellos para guiarlos; ya tendría oportunidad para desquitarse en cada departamento que visitaran.

 

Al cruzar la secretaría, contigua al despacho del presidente, el secretario general —un pulcro y amojamado viejecillo— y más de treinta empleados subalternos se pusieron en pie al ver a su jefe. Mientras las jóvenes mecanógrafas cambiaban entre sí sonrisas y alegres comentarios sobre la exótica indumentaria de los morenos, el ilustre cicerone explicaba el complicado funcionamiento de aquella oficina, pormenorizando cómo eran clasificados los asuntos, distribuido el trabajo, estudiadas las solicitudes, archivadas y contestadas las comunicaciones recibidas de las distintas instituciones con que aquella se relacionaba.

 

La sección de Estadística, a que llegaron enseguida, ocupaba tres vastos salones de techo alto y excelente iluminación; trabajaban allí más de cien empleados, mujeres en su mayoría. Los visitantes fueron presentados a una dama de mediana edad, alta, seca y pelada como un hombre, que ejercía las funciones de jefe de aquel importante departamento. Correctísima, dio informes prolijos sobre la marcha de los asuntos que estaban a su cargo.

 

En los libros, muy bien ordenados y llevados minuciosamente al día, era fácil comprobar la verdad y exactitud de las anteriores aseveraciones del director: en lo que iba transcurrido de aquel año, solo se había esterilizado a tres mil quinientos niños y cerca de dos mil niñas, apenas la décima parte de los que alcanzaban la edad requerida para la operación, y menos de la vigésima de la población escolar de Villautopia. Datos eran estos que auguraban, para dentro de pocos años, una espléndida cosecha de reproductores. Salieron de aquel departamento muy complacidos y provistos de algunos números del Boletín de Estadística, órgano de la sección.

 

Después de hacerlos cruzar un hermoso jardín, el doctor Pérez Serrato detuvo a sus visitantes frente a una sala de cirugía, a la sazón desierta por no ser día de operaciones.

—Este pabellón —explicó— se destina únicamente a la esterilización de los muchachos; las otras operaciones se practican en pabellones especiales que visitaremos después. Los miércoles y sábados por la mañana tenemos operación: si os dignáis asistir a ellas, queridos colegas, tendréis oportunidad de admirar la destreza de nuestros cirujanos.

 

Y a continuación se enfrascó el digno presidente en minuciosos detalles de carácter técnico (en chino para Ernesto era todo aquello), relativos a los procedimientos operatorios y a las precauciones antisépticas, gracias a las cuales la operación era tan inocua y segura, que en muchos años no se había registrado un solo accidente.

 

Dejando a los pacientes y sufridos hotentotes por carnada la locuacidad inagotable del doctor, Ernesto se desentendía de ella y recogía íntegra la profunda sensación casi medrosa que emanaba de aquella enorme sala circular, toda blanca, con las paredes y el piso de lustrosa porcelana, y en la que podían trabajar simultáneamente diez cirujanos; el inmenso anfiteatro, en forma de herradura, tenía capacidad para más de tres mil estudiantes. Por la cúpula de cristal que hacía de techo, entraba la luz a raudales, haciendo relucir las barras niqueladas de las mesas de operaciones, que a Ernesto, como a todo extraño a la profesión médica, se le antojaban máquinas infernales de tortura.

 

Antes de abandonar aquel pabellón, visitaron sus dependencias: la sala de anestesias, el espléndido y bien provisto arsenal, el servicio de agua esterilizada y los grandes autoclaves para la desinfección de los instrumentos y del material de curaciones.

 

Hubo que cruzar otro trozo de jardín para llegar a las salas donde los niños recién operados permanecían en reposo durante cinco días a lo sumo. Mucha luz, mucha asepsia y mucha ventilación; el aspecto de las blancas camitas alineadas era alegre y tranquilizador. Era la hora de la primera colación y las enfermeras, vestidas de blanco, circulaban presurosas, sirviéndola entre la impaciente algazara de los chicuelos. Había cerca de quinientos, entre varones y hembras, distribuidos en seis grandes pabellones; en el hermoso parque contiguo, los convalecientes paseaban por grupos o jugaban a la sombra de árboles frondosos y floridas enredaderas. Supieron con sorpresa los visitantes que en menos de quince días, aquellos niños quedaban en aptitud de volver a sus clases.

 

Tras la inevitable presentación, unióse al grupo el interno de guardia en aquel departamento; era el doctor Suárez, un joven muy simpático, de barba negra y mirada inteligente. Permaneció con ellos durante el resto de la visita, la cual continuaba su curso sin que amainase por un momento la terrible verbosidad del sabio presidente de la institución, que todo lo explicaba con lujo de detalles superfluos y citas de una erudición pesadísima e inoportuna. Por ratos se hacía agresivo: tomaba a uno cualquiera de sus interlocutores —el que más a mano le cayese—, lo sujetaba un rato por las solapas o lo arrimaba a una pared y lo monopolizaba y abrumaba bajo un chaparrón de comentarios. Ahora daba a conocer el destino de otro pabellón a que habían llegado, también desierto a aquella hora. Constaba de tres piezas: un saloncillo como de espera, coquetamente amueblado y con entrada independiente por la calle, y dos pequeñas salas de operaciones, con sus mesas respectivas y separadas por una mampara de cristales opacos. Todo él respiraba cierto aire de discreto misterio, de galantería y tapujo, que intrigó bastante a Ernesto.

 

—Aquí —se apresuró a decir Pérez Serrato— practicamos la toma de los óvulos, la prise, como decimos nosotros, y el injerto de los mismos. Las damas vienen por sí solas en el momento oportuno, que ya ellas saben conocer perfectamente, y se vuelven enseguida. La operación, aunque delicada, es sencillísima; se reduce a tomar delicadamente el óvulo fecundado cuando empieza a hacer su nido en la mucosa del útero; para ello empleamos esta ingeniosa cucharilla. —Y mostró una que extrajo de una vitrina.

 

—En la sala contigua —siguió explicando— espera ya el gestador, previamente feminizado, y al cual otro cirujano le ha hecho ya una pequeña incisión en el abdomen. El óvulo es depositado en la cavidad peritoneal, como un grano de trigo en el surco y, si la operación es fructuosa —lo cual en la actualidad rara vez deja de suceder—, a los doscientos ochenta y un días exactos, hacemos una laparotomía y extraemos un niño perfectamente desarrollado y viable. Con los progresos de la cirugía aséptica, los peligros de estas secciones cesáreas han venido a ser casi nulos; gestador tenemos que ha sido operado con éxito diez o doce veces. Debo advertiros que, durante la toma del óvulo y su injerto o siembra, es indispensable conservar en la sala una temperatura constante y aproximadamente igual a la del cuerpo humano, para que los elementos no sufran el menor cambio o alteración; esto hace que la labor de los operadores sea bastante penosa y ruda, y nos obliga a tener un número suficiente de cirujanos y a turnarlos de modo que ninguno trabaje dos días seguidos.

»Ahora —continuó diciendo— voy a enseñaros el departamento más curioso de nuestra institución: las salas que ocupan los gestadores y el pabellón donde se practican las laparotomías o alumbramientos quirúrgicos. Si aún no están ustedes cansados, visitaremos después las salas de lactancia y el departamento de infancia».

Rodeado de un bello y extenso parque, que hubo también que atravesar para llegar a él, componíase el edificio destinado a los gestadores de varios dormitorios con grandes ventanas y las camas en filas como en un hospital. Había además un gran salón de reuniones, un magnífico balneario, comedor, biblioteca y billares; en un extremo del parque, se alzaba un pequeño y elegante teatro. No era llegada aún la hora del almuerzo y los abnegados incubadores de la humanidad futura, en número de seiscientos aproximadamente, discurrían por las distintas dependencias. Algunos leían en la biblioteca, novelas y periódicos, pues las lecturas serias les estaban prohibidas; alguien tocaba el piano y otros jugaban al tresillo, al ajedrez o al billar. No pocos paseaban por las avenidas del parque, leían o conversaban a la sombra de los árboles o se dedicaban a deportes poco violentos, compatibles con su estado y muy favorables a una buena gestación; no les estaba permitido fumar. Los más viejos —¡quién lo creyera!— bordaban, tejían croché o cosían diminutas camisitas y primorosos gorros. Las edades de estos sujetos oscilaban entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años y todos eran gordos, lucios, colorados y con un aire de beatífica satisfacción en la mirada.

 

Acogido por ellos con muestras de cariñosa adhesión, el doctor sonreía a todos y bromeaba con algunos.

 

Al ver el cómico ademán con que los más avanzados cruzaban las manos sobre la esfera abdominal, el más joven de los negros no pudo contener un inoportuno acceso de hilaridad que le hizo derramar lágrimas como garbanzos y a poco más lo ahoga entre borbotones de risa. Corriose un tanto el doctor Serrato, y Ernesto necesitó toda su fuerza de voluntad para no hacer dúo al moreno. Al fin logró este calmarse, gracias a las severas miradas y enérgicos ademanes de su compañero.

—¿Y no cree usted, doctor —preguntó Ernesto al interno— que la condición de estos infelices no es menos triste y dura de lo que antaño fuera la de la mujer, y que el estado interesante artificial no viene a ser algo así como una afrenta a su condición de varones y aun a la dignidad humana?

—Cada siglo tiene su ética, amigo mío —repuso el joven galeno—; por lo demás, el Estado recompensa espléndidamente los servicios de estos dignos sujetos; la vida que aquí llevan no puede ser más cómoda ni más regalada y, como antes dijo mi digno jefe, la operación final carece de peligros.

—Pueden ustedes estar convencidos —terció el presidente, que no cedía a nadie la palabra por mucho tiempo— de que el puesto de gestador es en la actualidad uno de los que mejor se remuneran y, por consiguiente, uno de los más codiciados. Tenemos siempre más solicitudes de las que necesitamos, y conste que no podemos aceptar a cualquiera. El gestador ha de ser un sujeto perfectamente sano y equilibrado, en lo físico y en lo mental; ha de ser de tipo digestivo puro, de excelente carácter y de buenas costumbres, pues no ha de fumar ni beber alcohol; es preciso también conocer y analizar sus antecedentes hereditarios.

»Por supuesto que desde pequeños han sido nulificados como reproductores activos y, antes de cada injerto, hay que aplicarles una serie de inyecciones intravenosas e intraperitoneales de extractos ováricos para modificar el dinamismo de sus secreciones internas y sus condiciones humorales. Así se hacen aptos para el desarrollo de los óvulos, se feminizan, en una palabra; todo impulso erótico desaparece en ellos durante la gestación y, con el tiempo, su efectividad y sus inclinaciones llegan a cambiar definitivamente; acaban por aficionarse a los pasatiempos y ocupaciones femeniles.

»Raro es el que no llega a tomarle gusto al oficio, y tenemos nuestros veteranos. Hace pocos días, precisamente, perdimos al decano de todos, después de doce laparotomías felices. Antes de su decimatercera gestación, quisimos jubilarlo, cosa a que tenía derecho, pues había cumplido ya cuarenta y ocho años de edad y veinte de servicios; además, estaba obeso y tenía un principio de adiposis cardiaca. Pero él, obstinado y mimoso, nos pedía en tono suplicante servir, “siquiera por última vez”… Tuvimos la imperdonable debilidad de ceder a sus súplicas y, a la hora del alumbramiento, se nos quedó en la anestesia… ¡Pobre Manuelón! ¡Pobre y abnegado amigo! La humanidad debe estarte agradecida y conservar con cariño tu nombre de héroe oscuro e ignorado. Por cierto, señores, que no se desperdició su producto póstumo, que es un hermoso varón».

La nursery o departamento de infancia, que visitaron al salir del de los gestadores, presentaba un aspecto verdaderamente encantador y capaz de infundir ideas de optimismo en el ánimo más recalcitrante. Más de dos mil pequeñuelos repartíanse por edades en tres salas que, en condiciones de limpieza, luz y ventilación, no dejaban nada que desear. La primera, destinada a los recién nacidos, lucía en un ángulo la gran báscula pesabebés y en el otro el moderno autoclave con los biberones listos para servir, numerados y dispuestos en hileras. En las cunas, primorosas y blancas, los rorros aprestaban los puños, y sus caras, sumidas en la inconsciencia del primer sueño, tenían la redondez y el encendido tinte de las manzanas maduras. Junto a cada cuna, veíase la hoja clínica con el nombre del niño, un número de orden y las curvas que señalan gráficamente el aumento de peso y estatura. Las amas vigilaban, atentas a satisfacer las necesidades de los críos, solícitas y cariñosas como verdaderas madres.

 

En la segunda sala, niños de tres a seis meses eran paseados en brazos o reposaban en las cunas, agitando sonajas y mostrando al reír las encías sonrosadas en las que a veces se engreían solitarios los primeros incisivos. Los de la tercera sala gateaban o daban los primeros pasos entre risas y caídas; en el primoroso jardín que rodeaba al pabellón, corrían y jugaban ruidosamente los mayorcitos, al cuidado de las niñeras, casi todas jóvenes y de agradable aspecto.

 

¡Qué alegría tan sana en las adorables caras infantiles! ¡Cuánta solicitud maternal en las niñeras! Aquel espléndido florecimiento de vida y salud bastaba por sí solo para justificar cuanto de violento o inmoral pudiese haber en las medidas a que la humanidad se había visto obligada a recurrir para detener su degeneración y acabamiento y seguir con paso firme su marcha evolutiva hacia un ideal de perfección. Ni uno solo de los pequeños ofrecía el triste espectáculo de la atrepsia o el encanijamiento, tan frecuente en los pasados siglos.

 

—Hoy que el nacimiento de un niño —dijo el doctor Suárez— es el resultado de una deliberación científica y viene precedido de una rigurosa selección, hoy que no es como antaño, el fruto, rara vez deseado, de un instinto irreflexivo, todo lo que nace llega a su completo y total desenvolvimiento. Puede decirse que la mortalidad infantil, aquella horrible cosa absurda que fue la desesperación de nuestros antepasados, ha desaparecido por completo.

 

Faltaba poco para las dos de la tarde cuando salieron del departamento de infancia; el doctor Pérez Serrato no se resignaba a soltar su presa, y como lo hablador no quita lo cortés, se empeñó en que Ernesto, los dos negros y el interno almorzasen con él en su espléndida residencia particular, situada dentro de los terrenos del Instituto. No era posible rehusar sin pecar de incorrección; por otra parte, no dejaba de ser halagadora la perspectiva de un buen almuerzo, en aquel momento tan oportuno, con lo lejos que estaban de la ciudad y con el ejercicio que habían hecho. Más tarde continuarían la visita; que aún quedaban por ver muchas de las dependencias del gran Instituto de Eugenética, legítimo orgullo de Villautopia.

 

El réferi cuenta nueve (1943) de Diego Cañedo

 

El réferi cuenta nueve, de Diego Cañedo (Guillermo Zarraga Argüelles, 1892-1978), presenta un mundo en el que las potencias del eje ganan la Segunda Guerra Mundial e invaden México. Un régimen de ocupación se establece y extiende durante algunos años, hasta que los gobernantes nazis son expulsados del país gracias a una estrategia de sabotaje y guerrilla. Este triunfo da lugar a una refundación del Estado mexicano donde los ideales de la Revolución, que habían sido traicionados por las élites gobernantes y sus burocracias parasitarias, pueden al fin realizarse. Se consolida entonces un nuevo gobierno caracterizado por el bienestar económico generalizado, la disolución de la burocracia y una relación equilibrada con Estados Unidos. Diego Cañedo fue el seudónimo utilizado por Guillermo Zarraga Argüelles, quien después de completar sus estudios como arquitecto, ocupó varios cargos públicos en las décadas de los treinta a los cincuenta. Se le atribuyen alrededor de veinte obras, incluyendo novelas, relatos breves y un ensayo. Ni el propio texto ni las pocas reseñas y estudios críticos que hemos localizado parecen revelar por qué el autor escogió el título El réferi cuenta nueve.

 

En su reseña de esta novela, Alfonso Reyes señala la coexistencia de dos narraciones: «La costumbrista, bastante lograda aunque de escaso alcance por la naturaleza misma del género, y cuyos aspectos pudieron abreviarse un tanto, y la política, de mucha mayor trascendencia, en que se revisan y exponen con rara sinceridad y honradez las vicisitudes de la vida pública mexicana, en el pasado inmediato, en el presente y hasta en un porvenir utópicamente forjado mediante la invención literaria» (338). Como lo señala Reyes, la dimensión costumbrista ocupa una buena parte del relato. Decenas de páginas narran con nostalgia la vida cotidiana de un San Miguel de Allende profundamente católico y reproducen con detalle charlas de sobremesa, así como sermones de padres preocupados. La novela, sin embargo, no solo plantea el retrato del nazismo en México sino también la aparición esporádica de algunos elementos futuristas: carros voladores con hélices o molinos mecánicos gigantes de cuyas aspas salen disparados decenas de soldados nazis.

 

Podría afirmarse que la novela de Cañedo se anticipó a obras como El hombre en el Castillo (1962), de Philip K. Dick, que imaginaron también un mundo dominado por los nazis. Los relatos como el de Dick que responden a la pregunta «¿qué hubiera pasado si…?» se conocen como ucronías. Muchas veces las ucronías parten de un suceso histórico y juegan a cambiar su desenlace. Sin embargo, a diferencia de El hombre en el castillo que se escribió años después de la Segunda Guerra, El réferi cuenta nueve fue publicado en 1943 cuando aún se desconocía quiénes serían los ganadores. Es decir que, si bien visto desde el presente el relato es ucrónico, al momento de su publicación se trataba de una narración futurista. Muy posiblemente fue también el llamado de atención de un autor preocupado por la presencia de sectores de la sociedad mexicana que simpatizaban con el nazismo y lo percibían como una alternativa frente al imperialismo yanqui.

El pasaje seleccionado narra el ingreso de las tropas nazis a la Ciudad de México. Los ejércitos de Alemania y Japón, aprovechando el apoyo de las células profascistas que han cultivado en América, emprenden una ocupación que inicia en las costas de Brasil y se extiende hacia el norte.

 

Fragmento

VI

[…]

Los sucesos posteriores pertenecen a la Historia. Una flotilla enorme de submarinos —se calcula que de varios miles—, atacó las costas brasileñas. A pesar de la tenaz resistencia de sus habitantes, la sorpresa los aplastó. La invasión derramóse hasta Panamá y la destrucción del canal por un gigantesco torpedo que cargaba miles de toneladas de explosivos y que según se dijo era guiado por una tripulación suicida, fue un golpe que parecía mortal para las naciones unidas. El Tío Sam se replegó violentamente a su territorio y comenzó a prepararse febrilmente para la defensa.

 

Los alemanes invadieron Centro América hasta la frontera de Guatemala con Honduras y Salvador, donde tomaron unos días de tregua. Aquello recordaba la primavera de 1940, cuando ocuparon los Países Bajos y Francia.

 

El 9 de febrero de 1946 los habitantes de la metrópoli que vivían presas del sobresalto y la curiosidad, comenzaron a escuchar en la madrugada un ruido sordo de bombardeos. Muchos abandonaron el lecho y subieron a las azoteas; en el aire frío y claro el estrépito de las explosiones se hacía más retumbante y llenaba el espacio; como a las siete se escuchó el ronronear lejano de aviones. El conserje del edificio ocupado entonces por los ferrocarriles en la esquina del Paseo de la Reforma y la calle del Ejido, trepó hasta la terraza más alta y pudo contemplar centenares de máquinas que llegaban por el sur; procuró contarlas, pero su vista no podía agruparlas para hacer un cálculo rápido. Indudablemente pasaban de quinientas. Cuando se hicieron perfectamente visibles empezaron a soltar de sus barrigas bultitos oscuros que se precipitaban al vacío y que de pronto flotaban colgados de sombrillas que se abrían como gigantescas flores blancas. Poco a poco esos bultos iban adquiriendo forma humana y se discernían, en la claridad del ambiente, las cabezas, las piernas y los brazos. Mientras tanto de casas desparramadas en muchos rumbos de la población salían grupos muy numerosos con toda clase de armas y se dirigían hacia el Palacio Nacional y hacia los cuarteles. En las afueras, donde los paracaidistas aterrizaban, muchos vehículos estaban en su espera para transportarlos al centro. Las oficinas de los partidos de oposición se erizaron de ametralladoras y las bocacalles se llenaron de patrullas armadas.

 

Simultáneamente comenzaron a escucharse tiroteos por rumbos muy diversos. El vecindario temeroso y expectante al mismo tiempo no sabía a ciencia cierta lo que pasaba; pero como a las ocho una columna de populacho, de cuatro o cinco mil hombres, recorrió el Paseo de la Reforma gritando vivas al ingeniero Cabral y mueras al gobierno; otros grupos llevaban grandes cartelones con esta sola palabra: «Paz».

 

Los elementos leales organizaron la resistencia en diversos sitios: en el cuartel de Peralvillo, en el palacio nacional, en la ciudadela, en Chapultepec y comenzó la lucha por posesionarse de las avenidas más estratégicas.

 

En el aeródromo de Balbuena unos treinta o cuarenta aviones se elevaron para librar una batalla suicida y heroica; pero uno a uno fueron cayendo. Hicieron, sin embargo, bastantes bajas entre los enemigos y uno de los bombarderos invasores cayó panza arriba en la Alameda, mostrando las alas con las insignias nazis y provocando un gran incendio de árboles que crepitaban con el fuego.

 

Ese mismo día, en las primeras horas de la tarde, una radio gobiernista, que seguía transmitiendo, anunció que un transporte enemigo había logrado atracar en Veracruz rodeado por centenares de submarinos que lo escoltaban como delfines gigantescos. El pueblo y los muchachos conscriptos del puerto trataron de hacer resistencia, pero no existía una sola pieza ni un asomo de preparación y todo terminó en una carnicería de héroes. Entonces los invasores organizaron columnas de tanques y hombres motorizados que se dirigieron sobre México. Al día siguiente, que era domingo, estaban ya sobre el camino a sesenta kilómetros de las goteras.

Los grupos facciosos se apoderaron fácilmente de Tampico y Acapulco. En esta última bahía desembarcó también una fuerte columna alemana. Varios transportes cayeron sobre Puerto México y los invasores avanzaron a través del Istmo; traían plétora de cañones, tanques, locomotoras y carros. En esa ruta las tropas del gobierno se batieron con bravura ejemplar, pero nada podían contra hombres veteranos de la guerra en Europa, equipados con el armamento más moderno.

Mientras tanto las fuerzas nazis habían atravesado Guatemala, donde se les hizo una oposición desesperada, y se internaban por nuestro territorio.

 

Los japoneses que juraron lealtad al país se convirtieron de pronto en una fuerte columna que se avalanzó contra Guadalajara. Otros saltaron desde las costas de Sonora, a través del Golfo de Cortés, sobre la Baja California, mientras varios centenares de submarinos nipones hacían un desembarco por la costa del Pacífico.

Estos hechos no forman propiamente parte de mi relato, que debería ceñirse a unas cuantas gentes unidas por una trama casi familiar. Pero no puedo desprender a mis protagonistas del cuadro de la invasión y de la guerra que dominaba y regía los intereses, las pasiones y hasta las circunstancias más nimias en las vidas de cada quien.

 

El recuerdo que guardo de esas semanas es que los vecinos se sentían poseídos por el pánico y la sorpresa. Mis padres se encerraron en nuestra pequeña vivienda y a mí me encerraron con ellos mientras en las calles ocurrían escaramuzas y sobre nuestras cabezas se escuchaba el zumbido de los aviones. Los periódicos dejaron de publicarse y durante muchos días conocíamos lo ocurrido por los rumores que se propalaban de una calle a otra. Nos dábamos cuenta de los progresos nazis por las radiodifusoras que al principio transmitían mensajes llenos de esperanza para después irse callando una a una. Entonces comenzaron a difundir discursos hablando de la caída del gobierno y de la formación de una asamblea que debería elegir a un presidente provisional.

 

El Presidente legítimo, con su ministro de la guerra y unos tres o cuatro mil hombres se defendían obstinadamente en el viejo convento del Carmen en San Angel. Finalmente, ante el empuje enemigo, tuvieron que echarse a pie de noche por los pedregales buscando una salida hacia la serranía del Ajusco; fueron alcanzados y conminados para rendirse, pero ellos contestaron con el fuego de sus ametralladoras. Las tropas de invasores los cercaron al fin y los exterminaron uno a uno, sin hacer un solo prisionero. Así murió un presidente que aunque escaló el poder por el fraude electoral en contra de la opinión casi unánime del país, se hizo respetable después por sus virtudes de hombre de bien, tan escasas entonces entre los políticos. Todavía ahora los textos de historia hablan de él llamándolo El Bueno, y con este adjetivo, en el cual no hay ni una sombra de ironía, rinden un tributo a su memoria. Fue un hombre bueno y murió como un valiente y un patriota. ¡Cuántos habrían querido hacer otro tanto!

 

Lo anterior ocurrió con la rapidez de un relámpago; era en realidad la misma blitzkrieg de Bélgica, de Francia, de Grecia. Para el 19 de febrero las tropas que se llamaban a sí mismas del Nuevo Gobierno, pero que en realidad estaban formadas por nazis invasores, desfilaron por la capital. Cantidades fantásticas de armamentos, que parecían haber bajado del cielo por milagro, llegaban en flotillas interminables de camiones que como líneas puntuadas rayaban los caminos por distancias inmensas. Para mediados de marzo los nazis habían consolidado sus posiciones hasta el norte de la república. Los japoneses dominaban todo el Occidente. Algunos jefes militares, aplastados por la rudeza del ataque, se rindieron; unos cuantos, nazistas de corazón, hicieron proclamas y alegando que el bien del país lo representaba el gobierno recién constituído, entraron a colaborar con el Nuevo Orden.

 

El resto de nuestro ejército, entre ellos un gran número de muchachos que se batieron con denuedo, se salvó replegándose hasta los jirones del territorio que el enemigo no pudo invadir. Entre esos hombres se conservó siempre intacta la esperanza de recuperar un día la patria perdida.

 

Los alemanes obraron con gran sagacidad y cuando se presentaron en la metrópoli con lujo de aeroplanos, paracaidistas, tanques y ametralladoras, hacían la comedia de que venían a prestar su ayuda a un movimiento popular que restauraba la dignidad del país sojuzgado por el poderío americano. Así, la lucha en México se enmascaró con la careta de la guerra civil.

 

Al principio muchos hombres de buena fe, que ante el conflicto habían perdido el sentido de la proporción, cayeron en esa trampa hábilmente tendida. Más tarde, cuando el lobo disfrazado con la piel del cordero empezó a gruñir y a mostrar los colmillos, casi todos esos hombres dieron un paso atrás, arrostrando el peligro y aún la muerte, y se unieron a los que luchaban por arrojar al nazi. La invasión fue una prueba dura que a la postre tuvimos que bendecir. Bajo la bota nazi México inició su primera hora de pueblo libre y unido. Desde ese momento las gentes comenzaron a luchar y a morir por algo más alto que las engañifas de los líderes.

Se reunió una gran asamblea y fue electo presidente provisional Onésimo Cabañas. Existía el plan de convocar a una elección definitiva; pero estos sueños nunca llegaron a realizarse. Cabañas fue el primero y el último de la Dinastía de los Quislings Mexicanos.

 

La noche anuncia el día (1947) de Diego Cañedo

 

La noche anuncia el día (1947), de Diego Cañedo (Guillermo Zarraga Argüelles, 1892-1978), cuenta la historia de una máquina para captar y proyectar visualmente los pensamientos, con la que Don Antonio Cutiño influye y controla las decisiones de un tirano, el General Camargo, que gobierna en la imaginaria república de La Paz. Cutiño, quien se vuelve comerciante durante el periodo revolucionario, se dedica a vender todo tipo de objetos a los soldados de un caudillo apodado el Chueco Farias. Aparece entonces en el relato Vrevsky, un científico ruso que, en su camino a La paz, es capturado por el Chueco. Cutiño convence al Chueco que no mate al científico. En recompensa, en su lecho de muerte, Vrevsky le da los planos y las instrucciones para que construya la máquina que ha inventado y que permite conocer los pensamientos de otros. Terminada la revolución, el Chueco adquiere un puesto político y se desvincula de Antonio Cutiño, quien sigue en su labor de comerciante, se fascina por la radio y comienza a construir la máquina.

 

El artefacto funciona, Cutiño lo instala en la sala de su casa. Diego Cañedo imagina un mecanismo que integra en su funcionamiento la recepción de ondas hertzianas, como lo hacen la radio y la televisión, y con ellas imprime una película como la del cinematógrafo. Sin embargo, a la manera del fonotelerradiógrafo de Nervo, la máquina de La noche anuncia el día capta ondas peculiares: las que supuestamente producen los pensamientos involuntarios y no verbalizados de las personas, aquellos que expresan sus más íntimos deseos y fantasías. Con la ayuda de su secretario, José Mendieta, quien en la novela cuenta la historia al narrador, Cutiño comienza a celebrar fiestas, haciendo que la élite política asista a esos eventos para captar sus pensamientos y comunicarlos al General Camargo, argumentando un supuesto poder para leer la mente. Así, Cutiño logra prevenir al dictador de una intriga en su contra y de una conspiración para darle un golpe de estado. Al final de la novela, la máquina es destruida por el nuevo general que sube al poder.

 

En las reflexiones del personaje de Mendieta, esta máquina para conocer los pensamientos es presentada como un fascinante instrumento para conocer la verdad que cae en manos equivocadas. En la novela, este artefacto científico permitirá exponer las verdaderas fantasías de aquellos quienes practican «el culto a los principios socialistas con la fe del granjero que exclama “Hágase la voluntad de Dios en la sementera de mi vecino”» (Cañedo: 147). Así mismo, el texto de Cañedo no deja de denunciar «la furia agrarista» que vino después de la revolución a la República de La paz. Lo anterior invita a leer la novela como una crítica a los gobiernos que siguieron a la Revolución mexicana.

 

Desde nuestra perspectiva, la manera en que la novela explora los efectos de un dispositivo capaz de violentar la privacidad de las personas, dada la manera en que capta las supuestas ondas que produce el pensamiento, la aleja de cualquier pretensión de ciencia ficción dura al tiempo que le brinda actualidad.

En el fragmento que presentamos a continuación Mendieta le cuenta al narrador cómo fue que Antonio Cutiño la mostró la máquina y su funcionamiento.

 

Fragmento

IV
Los mecanismos

En un principio —prosiguió Mendieta—, cuando comencé a trabajar con él, no me di cuenta del asunto. Tenía en su despacho, y en medio de unas estanterías, un gran armario; al abrirlo aparecían varios tableros con carátulas graduadas; había también una serie de diminutos focos y varios amperímetros y galvanómetros. En la parte superior existía algo así como un hacinamiento desordenado de accesorios eléctricos: bulbos, espirales de cobre, carretes y otras cosas cuyos nombres fui conociendo poco a poco. Eran moduladores, filtros, amplificadores, fotoceldillas. Y como partes a las que Cutiño algunas ocasiones se refería como muy esenciales, había unas bombillas, que a mí eso me parecían, y que después supe eran oscilógrafos de rayos catódicos.

 

Recuerdo también que en una especie de torno giraban varios cilindros de vidrio revestidos con un esmalte especial aparentemente opaco, que en la oscuridad mostraba miles de diminutos puntos fosforescentes, los cuales cambiaban de posición a cada fracción de segundo.

 

Varios motores muy pequeños accionaban unos discos de una sustancia traslúcida de color verdoso, que giraban con rapidez alrededor de su centro y simultáneamente y con gran lentitud alrededor de sus ejes verticales. Estaban montados en un mecanismo especial que coordinaba sus movimientos haciendo que los planos de unos y otros formaran determinados ángulos, variables, según decía Cutiño, de acuerdo con las emisiones electrónicas. La parte alta del armario estaba ocupado con aparatos ópticos, a juzgar por los espejos y lentes que entraban en su estructura.

 

Fuera, en la parte superior, existían unos círculos opalinos que se iluminaban con luces tenues y violadas, como si fuesen de mercurio o neón. Parece que hacían un papel un poco semejante al de los micrófonos en la trasmisión de la voz. Después, cuando Cutiño perfeccionó sus mecanismos, estos círculos se multiplicaron por toda la casa y su objeto se disimulaba dándoles, sobre las consolas, en las mesitas de fumar y en los libreros, un carácter ornamental.

 

El conjunto se veía bien que era algo improvisado; armado con elementos adquiridos en fábrica e importados de Estados Unidos, Alemania o Suiza; pero sujetos a tablas de madera blanca, o fijos a láminas galvanizadas, como si solo se hubiese querido atender a la precisión técnica sin fijarse en el aspecto que tanto seduce al profano.

 

Interrumpí a Mendieta para preguntarle:

—¿Pero nunca se le ocurrió tomar una fotografía de aquellos mecanismos?

—Aun haciendo a un lado mi increíble abandono —me contestó— tal maniobra hubiese pugnado abiertamente con mis resoluciones; su apariencia me habría condenado. Cutiño llegó a depositar en mí una confianza tal, que por nada me habría atrevido a despertar una sospecha.

 

En un principio aquello me parecían maquinarias de radio, pues pronto supe que don Antonio era un radiófilo. —Un aficionado, decía con cierto orgullo— como otros pueden cifrarlo en declararse miembros de hermandades secretas. Pero me di cuenta de que todas las instalaciones que servían para satisfacer este capricho de generoso desinterés estaban en un rincón de la casa, dentro de un cuarto cuyas paredes las tenía materialmente tapizadas con tarjetas postales que contenían informes de todas partes del mundo y con el techo perforado para dar paso a una antena. Allí se encerraba a veces don Antonio y se pasaba las horas muertas buscando comunicaciones con ignorados amigos de Australia, Argentina y hasta con un Rajá indio. Esto halagaba su pueril espíritu aventurero.

 

Algún día le hice, ingenuamente y con mi conciencia limpia, algunas preguntas sobre el misterioso contenido del armario de su biblioteca.

—Le voy a enseñar —me contestó— algo curioso; más tarde o más temprano tendrá que saberlo.

Abrió un cajón dentro del cual vi un pequeño cofre metálico cerrado con una pequeña combinación. En este último estaban arregladas en compartimientos varias docenas de cintas cinematográficas. Tomó una diciéndome:

—He aquí un ejemplo típico.

Fuimos a un cuarto oscuro en donde escasamente cabíamos los dos y había instalado un pequeño proyector y una pantalla. La cinta comenzó a correr; al principio tenía solo una fecha y una hora: de las nueve a nueve y media de la noche, se leía. Después una referencia que más tarde supe era una especie de cifra para designar a los distintos personajes. En seguida el film mostró cosas confusas; finalmente se precisó un paisaje y en un banco una pareja besándose apasionadamente; la imagen de la mujer se fue aclarando y amplificando hasta eliminar el resto. Aunque la fisonomía era un poco borrosa no pude menos de exclamar:

—¡Esta es la esposa del licenciado Carrano!

Aquel rostro se fundió en otras formas y más pequeña, apareció varias veces la imagen, desnuda, de la misma mujer. Sería imposible recordar ahora los detalles de aquella cinta cinematográfica de un género desconocido hasta entonces para mí; pero sí rememoro que más tarde se detalló, hasta ser reconocible, la figura del mismo Carrano con su aspecto bonachón y sus bigotes blancos. Y a los pocos minutos apareció el mismo hombre en diferentes trances de muerte: tomando un brebaje o cayendo herido de un balazo o con un estilete hundido en un costado. Estas escenas se mezclaban a veces confusamente con las de la misma mujer, unida a un hombre imposible de ser identificado, cuando menos por mí.

 

Al terminar, don Antonio enrolló su película, llevóla parsimoniosamente al mismo cofrecito, lo cerró y sentóse esperando mi interrogatorio.

 

Yo estaba atónito, sin saber qué decir. Aquello me parecía un pasatiempo sin sentido. Finalmente me decidí a hablar:

—Si no hubiera usted despertado mi curiosidad mis preguntas serían indiscretas; pero me creo autorizado para pedirle me diga qué significa eso.

—Eso —me contestó— es lo que dan o fabrican o reproducen los aparatos del armario sobre los cuales usted me ha interrogado. Acaba de asistir a la revelación de un pequeño secreto, vulgar en sí mismo, pero interesante por las personas envueltas en él. En ese film ha visto usted cómo piensa uno de nuestros políticos más encumbrados, amigo íntimo e inseparable de Carrano, lo cual no ha sido obstáculo para que lo engañe con su mujer, de la que está bestialmente enamorado, hasta el extremo de que su mente alimenta proyectos homicidas para hacer desaparecer al pobre marido.

 

Después supe que el asesino potencial que entregó sus intimidades ante las maquinarias de don Antonio, era nada menos que el Ministro don Juan José Paullada.

Cuando la confianza que a Cutiño y a mí nos ligó fue completa, pude pasar muchas otras películas interesantes. Vi con mis ojos el pensamiento descarnado de la mujer adúltera de Carrano, corroborando la primera con lujo de detalles. En fin —continuó—, a medida que los procedimientos se fueron afinando tuve ocasión de contemplar cosas tremendas. Comencé a acostumbrarme a ver al desnudo las almas de las gentes que formaban ese mundo revuelto.

 

Su nombre era Muerte (1947) de Rafael Bernal

 

Su nombre era Muerte, de Rafael Bernal (1915-1972), cuenta la historia de un misántropo que huye a la selva, entabla amistad con los lacandones y se convierte en su dios tras descifrar la lengua que hablan los moscos. Después de hacer contacto con estos insectos, el también narrador se enterará del plan que tiene «El consejo superior» de los zancudos para subyugar a los seres humanos y de su importante papel en él. «El Consejo Superior» guía la vida social de los moscos, se dedica a pensar y a administrar, como un zángano, el trabajo de las capas más bajas de la pirámide social mosquil y presume haber logrado prever todas las situaciones posibles que podrían desencadenarse en el futuro —por lo que al parecer ahora se dedica únicamente a administrar el trabajo de los demás—. El Consejo conforma así una élite, mezcla de los cerdos que toman la granja en Animal Farm (1945) y el gran hermano de 1984 (1949) de George Orwell, que ha inoculado en los moscos una férrea creencia: el moscocentrismo. «Nosotros los moscos somos los dueños absolutos del Universo y toda criatura en él debe pagarnos tributo de sangre» (Bernal: 88).

 

Tal megalomanía está vinculada con un sentido de la propiedad, los moscos reclaman ser los dueños del territorio que compone al planeta Tierra, por lo que le cobran al resto de las especies el tributo que extraen de sus venas. Según los moscos, todos los demás animales gozan de una cierta libertad que se tolera mientras paguen lo que se les exige sin quejarse. La excepción es el ser humano, al que planean esclavizar para disfrutar de su sangre. Para comunicarse con los seres humanos y llevar a cabo su plan, los moscos necesitan aliados: un gobierno de hombres que se sujete a sus designios. El misántropo, protagonista de la novela aceptará ser su cómplice en un inicio. Se convertirá, entonces, en uno de los jinetes del Apocalipsis. Aquel de quien se dice en la Biblia que «tenía por nombre Muerte, y el infierno le iba siguiendo».

El protagonista se enfrentara entonces ante una disyuntiva: dar paso al imperio de los moscos, cuyos líderes han suprimido la creencia en Dios, o bien volver a su antigua fe cristiana que curiosamente en la novela promueve la igualdad entre todas las criaturas, incluidos los insectos. Se debate así entre dos posibilidades, ser un jinete del apocalipsis y esclavizar al género humano, o convertirse en el cristo de los moscos subyugados y liberarlos, evitando así el ataque contra los hombres. Escogerá esta última posibilidad motivado por su anhelo de salvar a la mujer que desea.

 

El oído absoluto del protagonista, capaz de ubicar la nota y la altura de cualquier sonido, es central en su trabajo de reconstrucción del lenguaje mosquil: «Para anotar los zumbidos desarrollé un sistema donde incluía las intermitencias […] y la nota musical en la que se emitían» (Bernal: 31). Descubre entonces que en el zumbido de los moscos hay, como en la voz humana, cuatro tesituras principales, cada una con un significado distinto: «deduje que el verbo en idioma mosquil tiene siempre en voz de bajo un sentido afirmativo, en voz de barítono, negativo, en voz de soprano interrogativo y en voz muy aguda o de niño, suplicativo o exclamativo» (33). A diferencia de la revolución de los animales de Nervo, aquí no son los mamíferos los personajes principales, y mucho menos hay un solo lenguaje para todo el reino animal. La revolución ahora está en manos de una parte de los insectos que desde siempre han tenido su peculiar forma de comunicarse.

 

En el capítulo que reproducimos a continuación el narrador se comunica por primera vez con los moscos que habitan en la Selva Lacandona. Creemos que es de los pasajes que más invitan a llevar a cabo un proceso de re-escritura. Como lo observará el lector, un instrumento peculiar le permite al protagonista entablar su primera charla con uno de los insectos. Es este invento el que vuelve a la novela claramente un relato de ciencia ficción. Su tecnología, sin embargo, es muy distinta de los imaginarios high tech de nuestros tiempos.

 

Fragmento

IV

Cuatro días de marcha nos llevaron hasta el lugar que había escogido Pajarito Amarillo en las márgenes cenagosas del Metasboc para instalar su caribal y el de su tribu. Era el sitio un pequeño cerro junto al pantano, donde hacía muchos años la tribu había acampado ya en una ocasión y aún se veían huellas de los claros que hicieron entonces para sus siembras. Por lo demás, era un pedazo de selva como cualquier otro. Los lacandones construyeron su caribal en la punta del cerro y yo junto al lago, donde hubiera moscos, pues ya lo único que me interesaba en la vida era el estudio del idioma y costumbres de estos animales y el bien de mis amigos los lacandones. Mucho insistieron estos para que hiciera mi enramada junto a su caribal, pero yo no quise y les dije que debía estar lejos y en un lugar solitario, para tener libre contacto con los balames de los vientos, pero que podían ir a mi casa cuando quisiesen.

 

Ya instalado, repasé mis notas y me volví a entregar al estudio, temeroso de que el idioma de los moscos no fuera el mismo aquí que en el Lacantún; pero desde la primera noche observé con inmenso júbilo que era el mismo y pude repetir mis experimentos, reconociendo todos los zumbidos.

 

Durante seis meses me dediqué al estudio, apenas interrumpido de vez en cuando por Pajarito Amarillo o por algún otro miembro de la tribu, que venían a contarme lo que habían sabido —nunca pude enterarme cómo—, acerca de los madereros que se aproximaban al Lacantún y a nuestros antiguos hogares. Creo que ese fue el tiempo más feliz de mi vida, el que he vivido con mayor tranquilidad, teniendo tan solo en el alma deseos de hacer el bien, de construir, de levantar. En ese tiempo mi única ambición era la de hacer el bien a mis amigos los lacandones. Soñaba yo con juntar tres o cuatro tribus dispersas en un solo gran caribal, allí mismo, en las márgenes fértiles del Metasboc, y enseñarles a sembrar la tierra debidamente, a cuidar el ganado, que conseguiría yo para ellos. Tenía la cabeza llena de proyectos buenos, y si seguía estudiando el idioma de los moscos era tan solo por un afán científico. Pensaba en salir algún día de la selva, con un libro estupendo sobre los moscos, publicarlo, y con el dinero que ganara traer las cosas que necesitaran más mis amigos. Puedo asegurar con toda verdad, con la misma verdad con la que he contado mis delirios y mis maldades, que en ese tiempo tenía el alma llena de bondad, que había llegado casi al extremo de no odiar a los hombres de mi raza; tan solo a temerles por el mal que les pudieran causar a mis amigos. Vagamente recordaba mis lecturas sobre las misiones de los jesuitas y de los franciscanos en el Uruguay y en la California y soñaba con hacer algo parecido. Ya tenía adelantado lo más difícil del camino, o sea, el ganarme la confianza de los indios, y todo lo demás me parecía fácil.

 

Para ayudar a mis amigos empecé a interesarme por los niños, todos raquíticos y enfermos. En mi choza les daba más comida y los divertía con cuentos que inventaba, tratando de despertarles la dormida imaginación, pero no hablándoles nunca del mundo de fuera de la selva, para que no sintieran el deseo de irse con los hombres blancos. Otras veces, en los días de calor sofocante, nos bañábamos en el lago y les hacía barquitos de papel para que jugaran. Esta diversión les encantó también a los grandes y pronto todos me pedían barquitos para echarlos al lago o a algún caño. Yo les contaba que en los barquitos aquellos se iban todos los malos espíritus y creo que ya consideran el pasatiempo como un rito.

 

Sí, ese fue el tiempo más feliz de mi vida. Ahora lo comprendo y lloro por haber destrozado todo aquello, lloro porque pudo más en mí la loca ambición del poder que la bondad que empezaba a vivir en mi corazón, que ese amor nuevo y maravilloso, sin egoísmos, que había puesto en mi alma la bondad de los lacandones. Ahora, cerca ya de la muerte, cuando escribo, aún lleno de odio e impulsado tan solo por el temor de la aniquilación total, el libro que debía de hacer tan solo con el interés de ayudar a mis amigos, comprendo que ese tiempo de pobreza, de nulidad, ha sido el único feliz de mi vida; pero ya es tarde, no puedo volver atrás y los arrepentimientos son estériles.

 

Por lo que se refiere a mis estudios, llegué a entender muchas de las frases usadas por los moscos y perfeccioné el oído para distinguir los más sutiles cambios de tonos y semitonos. Así mis noches eran divertidas, las pasaba escuchando la charla de miles de moscos, oyendo las órdenes que daban los que parecían ser los jefes y precaviéndome de ellas, cuando se referían a mí o a mi sangre, de la mejor manera posible.

 

Ocho meses empleé en hacer el diccionario del idioma mosquil, que dejo en un cuaderno junto a este, para que a los hombres que vengan les sea fácil interpretar el idioma de los moscos y pactar entre ellos. Este diccionario, que pensé destruir para que no cayera en manos de ningún hombre, se lo entrego ahora al género humano para demostrarle que le he perdonado todo el mal que me hizo a condición de que nunca me olvide. Porque si los hombres logran pactar con los moscos, cosa que será fácil, se abrirá ante las nuevas generaciones todo un mundo nuevo de cooperación con lo que llamamos animales inferiores, un mundo exento de gran cantidad de enfermedades y lleno de maravillas. Un mundo que yo conozco y que yo les doy, que me deben a mí.

 

Cuando ya pude entender todo lo que decían los moscos, se me ocurrió que tal vez pudiera imitar sus sonidos y, por lo tanto, hablarles en su idioma y entenderme con ellos. La cosa no era tan fácil como parece. El hecho de hablar en música, en las cuatro escalas, haciendo distingos de semitonos, presentaba para mí, con una cultura musical muy mediocre, un gran problema. Muchos días los pasé ensayando y ensayando las frases más simples, pero mis sonidos en nada se parecían a los que emitían los moscos y estaba seguro de no ser entendido. Traté entonces de emitirlo con algún instrumento y busqué, en el caribal de Mapache Nocturno que estaba a unas cuatro leguas del nuestro, a Florentino Kimbol, que decían era sabio en hacer flautas de barro y silbatos de carrizo. Llegué al caribal a eso del mediodía y encontré a Florentino en su hamaca, reposando. Al verme se levantó y me preguntó:

—¿Está bien tu corazón?

—Utz —le contesté.

Y nos sentamos el uno junto al otro en silencio. La tribu de Mapache Nocturno me conocía bien, sabían todos los miembros de ella que yo era amigo de los de su raza y me estimaban. Al cabo de un rato me dijo:

—Los de tu raza van adelantando y pronto llegarán al Lacantún. Buscan puna y aquí tenemos mucha. Mira este tronco en el que estamos sentados.

—Es caoba —le dije.

—Utz —me contestó—. Y hay mucha en la selva. Hay grandes árboles y otros que producen chicle.

Diciendo esto, sacó un gran puro de tabaco negro y me lo ofreció. Yo lo acepté y lo encendí en una brasa del fogón que nos trajo Petronila, su mujer, y seguí en silencio.

—¿Has andado por la selva? —me preguntó.

—Sí —le contesté—, he venido a verte porque mi corazón desea decirte algunas palabras.

—Si tuviera aguardiente te ofrecería —me dijo—. Pero nos hemos alejado de los hombres de tu raza y ellos traen el aguardiente.

—No quiero aguardiente —le dije—, porque sé que los hombres de mi raza esconden a los espíritus del mal en él, para acabar con todos ustedes. Por eso convencí a Pajarito Amarillo de que mudara su caribal hasta estas regiones, para no tener tratos con los blancos.

—Mi padre, Mapache Nocturno, también quiso venirse tras de Pajarito Amarillo porque te aprecia y su corazón te necesita —dijo Florentino con tristeza—, y ahora no tengo aguardiente que ofrecerte.

—No te afanes por eso; yo ya no lo tomo, porque sé que es malo —le dije, y en el fondo de mi alma sentí algo agradable. No tan solo Pajarito Amarillo me apreciaba; también Mapache Nocturno había seguido con su tribu mis pisadas. Pronto se podría hacer la unión de estas dos tribus y empezarse la civilización de mis amigos.

Mientras yo pensaba en estas cosas, Florentino fumaba en silencio, escupiendo de vez en cuando. Por fin habló:

—Tú eres sabio —me dijo— y nosotros te comparamos con el tecolote que todo lo ve y nunca cierra los ojos. Pero en tu corazón hay tristeza porque tienes odio a los hombres de tu raza y nos alejas de ellos.

—Si pretendo alejarlos de ellos es porque los conozco, porque sé el mal que acarrean. Pero no vine a hablarte de esas cosas, Florentino: vine porque quiero usar tus manos y tu ciencia para hacer una flauta.

 

Con su acostumbrada delicadeza, Florentino no preguntó para qué la quería. Tal vez imaginó que trataba yo, con ella, invocar a mis dioses. Tan solo escuchó atentamente mis ideas y se puso a trabajar con un carrizo delgado.

 

Después de varios ensayos, logró una flauta que emitiera todos los sonidos que buscaba, en un tono muy parecido al zumbar de los moscos, y con ella, ya entrada la noche, regresé al caribal de Pajarito Amarillo y a mi choza.

 

Esa misma noche ensayé con mi flauta y zumbé la palabra:

—Ven.

Un mosco que revoloteaba sobre mi cabeza se detuvo un momento y salió huyendo, gritándoles a sus compañeros que había escuchado una voz que lo llamaba. Ese experimento me llenó de entusiasmo, pues con él ya estaba seguro de que los moscos habrían de entender lo que les dijera o zumbara, con lo que seguí practicando con más empeño. Entre más me adentraba por los diferentes aspectos del idioma, más difícil se me hacía el dar todos los tonos y semitonos requeridos, con la debida exactitud.

 

En otro cuaderno que dejo junto a este y junto al que contiene el diccionario, he anotado todo lo indispensable para el buen uso del idioma mosquil, o sea, todas las reglas gramaticales más importantes. Hay que hacer notar que en este idioma nunca hay excepciones a las reglas, lo cual hace el idioma más civilizado del que he oído hablar.

 

Después de muchos ensayos, como la constancia y la práctica todo lo vencen, me creí con los conocimientos y la habilidad suficientes para entablar una conversación con los moscos, y la inicié, una noche, con uno que revoloteaba cantando sobre mi cabeza una tonadilla que parecía estar muy de moda entre ellos:

—Ven —le dije en tono grave de mando; y luego en tono agudo de súplica—: No te vayas, quiero hablarte.

 

El mosco se llenó de asombro y soltó tres o cuatro interjecciones en tono agudo, buscando a su alrededor para ver si había otro mosco que le hablara.

—Escúchame —le volví a decir en tono grave de mando—. Soy yo quien te habla, el hombre a quien atormentas.

Entonces el mosco se detuvo un momento sobre una de las cuerdas de la hamaca.

—Has aprendido, por lo que veo, nuestro idioma —me dijo—; y debo obedecerte y acatarte, como lo manda el Gran Consejo que nos rige y cuyo nombre no puedo pronunciar. Ordena lo que quieras y yo te obedezco.

Algo confuso me quedé, no sabiendo qué ordenar ni cómo iniciar la charla. Además, para ser franco, la emoción me impedía casi el emitir un solo zumbido con mi flauta.

—Si nada quieres de mí, ¿para qué me has llamado? —me preguntó el mosco, turbado también ante mi indecisión.

—Nada tengo que ordenarte —repuse—. Tan solo te he llamado para conversar contigo.

 

El mosco pareció dudar un momento y por fin zumbó:

—Perdona mi duda, pero no creo ser yo quien deba hablar contigo, porque soy de clase baja: no soy más que explorador. En este caso no sé qué hacer y debo avisar inmediatamente a mi superior, el cual avisará a su superior, hasta que llegue la voz al Gran Consejo de aquí; pero me da miedo hacerlo, ya que nunca se había oído decir que otro ser de la creación hablara y temo que todo esto sea tan solo un sueño mío.

—No es sueño. Durante muchos años he estudiado el idioma de ustedes y ahora…

—Tú fuiste entonces quien le habló a un compañero mío hace tiempo, que dijo haber escuchado voces y fue sentenciado a morir por ello.

—Sí, yo fui el que le habló: le dije «Ven» y él se alejó lleno de temor gritando. Siento mucho su muerte…

—La muerte no tiene importancia —me contestó—. Lo que importa es cumplir con la misión, llevar adelante el proyecto y creo que el hecho de que tú hayas aprendido nuestro idioma y por primera vez podamos entendernos con otro ser de la creación, es algo de gran importancia; así que llamaré a mi superior, a quien te ruego le hables, para que no me cueste la vida.

—Llámalo —le dije— y no temas.

Así lo hizo, zumbando fuertemente, y al poco tiempo se presentó el superior, un anófeles perfecto que pareció muy indignado cuando supo por qué lo habían llamado. Entonces le hablé yo:

—No castigues a tu inferior —le dije—. Él no ha hecho más que decirte la verdad y yo le he rogado que te llame para que decidas lo que se debe hacer. He aprendido tu idioma, durante años lo he estudiado y quiero hablar con ustedes y ser su amigo en lugar de su enemigo.

—Nunca has sido nuestro enemigo —me contestó el superior—. Nosotros los moscos, los dueños de todo, no tenemos enemigos. Tú has servido como fuente de sangre para alimentar al Gran Consejo, que no puedo nombrar porque su nombre es demasiado alto para que lo pronuncie yo…

—Pero es que he matado a muchos de ustedes.

—Nada importa la muerte de unos cuantos cuerpos. Tu sangre nos era necesaria y la hemos tomado y, aunque hubieras matado cien veces más, la hubiéramos tomado.

—Me alegra oír eso —le contesté con mucha finura aunque sin mucha verdad—. Yo quiero ser amigo vuestro…

—Nosotros no tenemos amigos ni enemigos, pero ya que has aprendido nuestro idioma y podemos hablar contigo, tal vez te podamos utilizar en algo. —Luego, volviéndose hacia el que primero habló conmigo, le dijo—: Has hecho muy bien en llamarme. Te recomendaré para que se te nombre guardián del Gran Tesoro.

—Me alegro de oír eso —intervine—. No me hubiera parecido bien que este pobre sufriera un castigo injusto, como el otro.

—Tú le das demasiada importancia a la muerte, que para nosotros no es nada. Pero es bueno que siga hablando contigo. Convocaré a todos mis superiores para que ellos decidan cómo se debe llevar este asunto ante el Gran Consejo y lo que se debe hacer.

Y diciendo esto, zumbó con gran fuerza y aparecieron esos moscos grandes que yo ya conocía. Aparecieron varios centenares de ellos, que, después de escuchar las palabras del superior, llenaron el espacio con tal zumbadero, que creí oportuno hablarles para calmarlos y, tomando mi flauta, les dije:

—Señores míos, este capitán ha dicho la verdad. Yo he aprendido el idioma para poder charlar con ustedes. No creo que esto sea causa para tanto alboroto.

—No sabes lo que dices —me contestó uno de los moscos grandes—. Esto es lo más importante que ha sucedido en nuestra historia, que abarca cientos de miles de años. Tu venida puede ser providencial, pero yo no debo hablar de estas cosas, sino avisar inmediatamente al Gran Consejo de aquí, para que él, a su vez, avise a todos los Grandes Consejos del mundo y se reúna el Consejo Superior, que no se ha reunido hace quinientos ochenta y seis mil años, siete meses y catorce días. Eso es lo que debo hacer…

 

Y diciendo esto, salió seguido de todos los moscos, dejando mi choza vacía, tan vacía que el murmullo de la selva penetraba entre las hojas de palma, como queriendo llegar hasta mí. Mientras, yo esperaba.

 

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Trujillo Muñoz, Gabriel (compilador), El futuro en llamas. Cuentos clásicos de la ciencia ficción mexicana, Ciudad de México: Grupo Editorial Vid, 1997.


Notas al pie

 

1 Tomado de la entrada «Ciencia ficción» en Wikipedia (última consulta, martes 21 de mayo 2019).

2 DA: «Bailiaje. Especie de encomienda en el orden de caballería de San Juan, comúnmente hoy llamada de Malta, que obtienen por su antigüedad los Caballeros profesos y también por gracia particular del Gran Maestre de la Religión». DRAE mantiene la definición del término.

3 No aparece el término el DA. En DRAE: «Estrecho de mar».

4 DA: «El zumo que se saca de las pencas de la hierba llamada sábila. Viene de la voz árabe cebar, mudada la e en i, y añadiéndole la partícula a se dijo acíbar». DRAE: «áloe, planta. 2. áloe, jugo de esta planta».

5 DA: «Dicótomo, ma. adj. que sólo tiene uso en la astronomía para diferenciar la Luna, Venus y Mercurio perfectamente dimidiados o en la dicotomía de las otras fases o aspectos». En DRAE el vocablo deja de hacer referencia a la astronomía: «adj. Que se divide en dos».

6 DA: «Paralaje o paralaxis. Term. de astrónom. Es la diferencia del lugar verdadero de un astro, considerando mirarse del centro de la tierra, al lugar aparente mirado de la superficie de ella». DRAE: «Astron. Diferencia entre las posiciones aparentes que en la bóveda celeste tiene un astro, según el punto desde donde se supone observado».

7 DA: «Equinoccial. adj. de un term. Lo perteneciente al equinoccio». El término también es aplicado a la línea equinoccial: «La circunferencia del círculo máximo, que divide el globo terráqueo en dos partes iguales, que son los hemisferios boreal y austral. Esta corresponde al ecuador, que se considera en la esfera celeste: y como en llegando el sol a él se celebran los equinoccios, le llaman también equinoccial, aunque lo más común es aplicar este término al de la tierra». DRAE reitera la primera definición del término y sólo consigna el uso de «línea equinoccial».

8 Este es el nombre dado a una supuesta isla que aparece en el mapa del cosmógrafo Antonio Zeno en el siglo XIV y que estaba ubicada cerca de la Península del Labrador. La isla, no obstante, nunca fue encontrada, de modo que, desde el siglo XVI Estotilandia ha pasado a ser una tierra imaginaria.

9 El vocablo «turbillón» es una transcripción fónica del término en francés tourbillon, esto es, «torbellino». Descartes utilizó el término para desarrollar su théorie des tourbillons que explica la órbita celeste. Para él, el sistema solar es un torbellino que arrastra los planetas. Cada planeta es el centro de un nuevo torbellino que retiene en su proximidad la materia que lo rodea. Esto explica, para Descartes, que la Luna esté en órbita alrededor de la Tierra y que los objetos que están en la Tierra no se caigan cuando ésta sigue su órbita alrededor del sol. Esta fuerza de los torbellinos explica por qué todos los planetas del sistema solar rotan alrededor del sol en la misma dirección.

10 El río Lete o Leteo es uno de los ríos del Hades en la mitología griega. Al beber de sus aguas, los hombres sufrían una profunda amnesia.

11 «Cáustico», vale decir, «ardiente, quemante». La alusión a un espejo cáustico en el relato señala una problemática que todavía hoy no está esclarecida de manera absoluta en los estudios de óptica, problemática que tiene su origen en un acontecimiento supuestamente histórico: en el año 214 a.C., durante las Guerras Púnicas, el general romano Marcelo sitió Siracusa. Arquímedes, a quien hoy conocemos más como geómetra, estuvo a cargo de la defensa de la ciudad como ingeniero militar. Para su defensa, dicen algunos historiadores, mandó construir unos espejos que provocaban incendios gracias a la concentración de rayos solares. Gracias a estos espejos ardientes pudo quemar y destruir las galeras enemigas.

12 DA: «Ciencia que trata de la averiguación de las propiedades y efectos de rayo reflejo». DRAE: «Parte de la óptica que trata de las propiedades de la luz refleja».

13 «Multum, crede mihi, refert a fonte bibatur/ quae fluit an pigro quae stupet unda lacu» (Epigrammatum Lib. IX, C). «¡Oh! créeme: hay diferencia en beber la cristalina agua corriente, o en beberla en un charco detenida» (Epigramas Lib. IX, 100).

14 No se han encontrado referencias a este nombre.

15 Cita Diógenes Laercio en su Vida de filósofos a un tal Apolodoro, quien asegura que Pitágoras, al descubrir que, en un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos, realizó una hecatombe. Una hecatombe, en la Antigua Grecia, era el sacrificio religioso de cien bueyes, aunque DA amplía la referencia: «sacrificio de cien reses de una misma especie, que hacían los griegos y gentiles cuando se hallaban afligidos de algunas plagas. Por lo regular era de cien bueyes, cien puercos, ovejas, &c. para lo cual, según Julio Capitolino, se erigían otros tantos altares de césped y se ejecutaba a un mismo tiempo por otros tantos sacerdotes. Es voz griega, que significa cien bueyes».

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